Me
sirve la excelente obra de Inés Quintero sobre el Precursor Miranda –“El hijo
de la panadera”- para insistir en el equívoco tema de la moral pura y la que
reina en el ámbito de la política. Pueden aprovecharse los duros retos que a
través de los accidentes de su historia de revolucionarios determinaron el
pragmatismo de dos líderes políticos instalados con justo título en el corazón
de los latinoamericanos.
Las
huellas del iluminado Miranda se habrán borrado, quizá, en España, Francia,
Rusia, Inglaterra y EEUU, lugares donde su presencia fue intensa, pero entre
nosotros, no. ¿Por qué no? Porque fue parte decisiva de una historia
determinante de nuestro modo de ser. Pero adicionalmente porque los anacrónicos
hábitos del fundamentalismo dogmático, por causas difíciles de entender, lo han
enaltecido hasta la cima de la leyenda o el mito. El peor de los mitos es el
concebido para el servicio de los poderes dominantes.
Digamos
con Klausewitz: “La guerra es la continuación de las relaciones políticas, es
una gestión de las mismas por otros medios”.
Me
permitiré repetirlo -con más provecho- al revés: La política es lo que evita
una guerra o permite superarla después de iniciada, con menos costo.
Precisamente,
porque quiere impedir un conflicto bélico o ponerle fin a una carnicería ya en
marcha, la política tiene una marcada propensión realista. Debe tratar de
lograr lo esencial de sus objetivos, aceptando necesarias flexibilizaciones
pragmáticas.
“Flexibilidades
pragmáticas”. Esa fórmula suena mal porque supone diálogos, negociaciones, transacciones.
Pero aunque suene mal, el pragmatismo puede ser vital para obtener sustanciales
logros democráticos. Y en cambio, el moralismo que lo rechaza podría acaso
terminar siendo una perniciosa violación de la Moral.
Nos
recuerda la profesora Quintero que Miranda se tragó toda la irritación que
cargaba contra William Pitt, el frío ministro inglés, para no estorbar su
patriótico esfuerzo por poner la fuerza británica del lado de la causa
emancipadora de la América Hispana. A sabiendas del interés o codicia que
pudiera haber en las potencias inglesa y estadounidense, no vaciló en
ofrecerles Trinidad, Puerto Rico y Margarita a cambio de su ayuda.
¿Se
pasó de raya? ¿Era esa concesión ciertamente necesaria? ¿Trataba –al incluirla
casi como señuelo- de reducir al mínimo la entrega de territorios más
importantes? Tal vez sí, tal vez no. Pero Miranda no dio ese paso por ser
hombre de índole inmoral, entreguista o –como dicen ahora- “apátrida”. Es lo
contrario, lo hacía impulsado –con razón o sin ella- al logro de la
independencia del extenso territorio hispanoamericano. Una una óptica
pragmática, pero intencionadamente Moral. Así, con “M” mayúscula.
El
realismo político puede prevalecer sobre la Ética pura, cuando la suprema Moral
está en juego o en peligro. Entendiendo en este caso por “suprema moral” la
independencia, la democracia, la libertad, la seguridad y la paz. Ese inmenso
destino puede perderse si quienes buscan alcanzarlo reaccionan como duques
ofendidos a la posibilidad de hacer la más pequeña pero salvadora o inevitable
concesión o se nieguen por mal entendido moralismo a dialogar con quienes
tengan las manos sucias.
Miranda
se reunió a consciencia con embajadores españoles que registraron sus
movimientos para denunciarlos al monarca que quería eliminarlo, por no
mencionar a Catalina y sus validos, que lo trataron muy bien y sin embargo no
vacilarían en mancharse con la sangre de quienes se enfrentaran al imperio
ruso.
Miranda
era un político, era un patriota de elevados sentimientos, y como tal sabía que
ese oficio, cual hacer humano, no es contrario a la moral. Pero entendía que
nada más erróneo, disparatado incluso, que olvidar la particular forma como se
combinaron Moral y Política en la Historia. Una sin la otra podía triunfar pero
en forma muy perversa e inhumana. La victoria de una gran causa debía emanar de
un alto pragmatismo, eso sí: “gobernado” por reglas éticas sabiamente combinadas.
El principismo puro en el área mencionada podría quedar reducido a un desahogo
impotente y vanidoso. Una falsa moral sin resultado, como no fuera cultivar el
autobombo.
Otra
notable lección queda subrayada en la obra de Inés Quintero. La de la fatuidad,
falacia y papel de los mitos personalizados, que estrangulan la libertad de
pensar y de crear.
No
creo que al destacar dos cuestionables momentos en la conducta de Miranda y de
Bolívar, la autora haya tenido otra intención que la de establecer la verdad.
Una forma de humanizarlos o más bien de no endiosarlos. La capitulación de
Miranda frente a Monteverde había merecido comentarios contradictorios de
autores impecables. Augusto Mijares la adorna un poco para defender al gran
hombre.
Quintero
examina las realidades con mucho rigor. No emite juicios de valor. Los hechos
hablan por sí mismos. Miranda dejó a sus compañeros en las fauces de un tirano
mientras intentaba escapar. Llevaba una elevada suma de dinero de las exhaustas
finanzas de la República. O peor -según sus acusadores- como salario de
traición que le habría pagado Monteverde.
Bolívar,
de las Casas y Miguel Peña fueron los principales involucrados en la detención
del trágico Precursor. Lo llamaron traidor, lo infamaron. A tenor de carta del
tirano Monteverde y declaración de un amigo realista de Bolívar, el futuro
Libertador fue premiado con el perdón y un pasaporte que le permitió salir de
Venezuela. El cruel jefe canario agradeció su oportuna intervención contra
Miranda
Miranda
y Bolívar fueron grandes americanos, pero no deidades impolutas. Esas
mencionadas bajezas morales sirven para demostrarlo. Al evocarlas de nuevo por
amor a la verdad, la historiadora Inés Quintero merece nuestra gratitud.
Americo
Martin
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin
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