Desde
hace varios años en medios internacionales se percibe una corriente de
antipatía contra Brasil hoy más evidente a propósito de la Copa Mundial de
Fútbol. Según muchos observadores, en diversos eventos internacionales, los
representantes brasileros -o en ambientes menos formales, los simples
ciudadanos de ese país-, actúan con una marcada prepotencia nacional, convencidos
de que tienen el destino manifiesto de dominar el sur del continente e
inscribirse entre las grandes potencias.
En Venezuela esa prevención viene de
fuentes más directas y dolorosas. Gracias a Lula da Silva y la poderosa
influencia de su país en las decisiones regionales, el gobierno de Hugo Chávez
tuvo vara alta para hacer lo que le dio la gana en el subcontinente, sin que
siquiera EEUU dijera nada. Intervenciones flagrantes en la política interna de
Bolivia, Ecuador, Perú, Colombia, México, Nicaragua, Argentina.
Toda
suerte de atropellos se cometieron con la mayor impunidad, gracia a esa muralla
de contención. Brasil permitió una invasión venezolana a Paraguay, una casi
invasión a Honduras, y permitió que su Embajada atropellara la soberanía de ese
pequeño país. Contaron no solo con el silencio sino con su complicidad activa,
a través del operador de todo eso Marco Aurelio García. El peso de Brasil en la
región hizo nugatoria la Carta Democrática de la OEA, salvo para entorpecer la
vida de pequeños países que defendieron su democracia frente al asedio
bolivariano. No es injusto afirmar que el gran vecino de la frontera sur tiene
sustantiva responsabilidad en muchas de las desgracias que hoy destruyen
Venezuela. Por un tiempo, importantes estudiosos latinoamericanos hablaban del
subimperialismo brasilero, gigante cuyo papel era controlar y administrar esta
parte del mundo (aunque cuando ganó la izquierda los teóricos dejaron tranquila
su teoría)
Las
agruras de Dilma
La
reticencia contra Brasil la incrementa, al parecer, la personalidad de Dilma
Rousseff. Si Lula en la Presidencia se comportaba como un sindicalista,
bonachón, simpático, chistoso, coherente con lo que siempre fue, Rousseff es la
antítesis. Adusta, inexpresiva, distante, actúa como una tecnócrata de alto
nivel -que ciertamente es- y no como se espera de un dirigente político
democrático. Ambas cosas contribuyen a la sutil complacencia que muchos no
pueden ocultar al ver las agruras por las que está pasando en las primeras de
cambio de la Copa 2014, lo que ella y su partido pensaban que sería una especie
de entronización cósmica del país. Las cosas comienzan mal. Según encuesta
realizada por el Pew Research Center de Washington, 72% de los ciudadanos se
declaran insatisfechos con la situación económico social, un salto del ya
preocupante 55% que decía lo mismo en 2013, y 60% considera que los gastos del
gobierno en la prepara- ción el Mundial son negativos para la nación.
Expresan
que esos recursos deberían haberse invertido en servicios como acueductos,
viviendas, energía, transporte, etc. 52% declara que la influencia de Rousseff
es "negativa para el país", mientras 48% que es "positiva".
Y para complicar más las veleidades de la opinión pública, 66% de la muestra cree
que la economía va mal, pese a que el gobierno se esforzó en proteger a la
ciudadanía de los efectos de la crisis. Las manifestaciones contra la Copa, que
comenzaron desde 2013 y se mantienen, igual que los conflictos laborales,
pueden poner seriamente en peligro su reelección en octubre. Hay que pensar lo
que ocurriría si en ese larguísimo mes que dura el evento ocurren
manifestaciones públicas que terminen con heridos o situaciones peores. También
que la organización del Mundial no esté a la altura de lo que se espera en un
acontecimiento de esa calidad.
Tercermundismo
petulante
Resultaría
fatal que se hicieran intolerables el desorden, la ineficiencia, la
imprecisión, y las fallas humanas que el público internacional no acepta y
dañarían la imagen interna del gobierno. Muchas de las grandes obras previstas,
autopistas, estadios, aeropuertos, aún no están concluidas y los obreros
trabajan sin parar en las 12 ciudades donde tendrán lugar los encuentros. En
enero un alto funcionario de la FIFA declaró que nunca ningún país sede se
había retrasado tanto en poner a punto los requisitos de infraestructura. Esto
de entrada representa una primera derrota porque querían que el país
resplandeciera como una potencia y no como una nación subdesarrollada pero
pretenciosa, que quiere ir más allá de sus límites y fingir un primer mundismo
que le queda grande.
Pero
habrá que esperar el último partido, pues la suerte electoral de Rousseff
podría depender más de Neymar que de Lula si la amarelha se queda con su sexta
Copa en la historia. La euforia del país sería incalculable y podría producirse
la reconciliación con Dilma, aunque la oposición no capitaliza la caída de
Rousseff. Brasil es por segunda vez anfitrión de un Mundial de Fútbol. La
primera, julio de 1950, de final electrizante, épico, cuando el equipo de
Uruguay le ganó el partido final a los brasileros en su propia fortaleza el
Stadium de Río de Janeiro, el Maracaná, en medio del histerismo de la hinchada.
Muchos esperan una nueva derrota 64 años después que controle esa onda expansiva
de la autoestima nacional y rebote en las posibilidades de la candidata.
Carlos
Raul Hernandez
carlosraulhernandez@gmail.com
@carlosraulher
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