( A los 125 años de su nacimiento)
Fue Juan Manuel Bonet
quien se atrevió a definir la obra de Armando Reverón (1889-1954) como “puro
temblor al borde la nada”. La Venezuela contemporánea tiene en este pintor
caraqueño y universal a uno de sus padres fundadores. Y así como Bolívar
siembra una mitología de gestor heroico, el Pintor de Macuto, el de “Las Quince
Letras”, que son quince, enseña lo que tenemos de cultura febril y fugaz. María
Lionza, mitad mujer y mitad danta, vendría a completar este magnífico tríptico
mural, envidia temática de Orozco, Rivera y Siqueiros.
Tras esos mitos, emblemas esquivos que nuestra
jauría colectiva persigue, corremos hasta convertirlos en piezas de museo
aunque, a pesar de sus abotonados centinelas, abandonen cadáveres y obras para
dormir plácidamente en nuestras pesadillas.
Todos los que hoy vivimos en este tremedal
nombrado Venezuela, sin distingos de raza, sexo, religión, y habría que agregar
de disgusto político, cargamos en nuestro relicario restos de esos náufragos
con los que nos identificamos sin saberlo. Cada sociedad somatiza sus mitos,
goces, rencores y ausencias. Los convertimos en carne y hueso y traducimos en
comportamientos automáticos pues viven en nuestros tatuajes más profundos.
Somos los mitos que nos nombran cual ancla en el vacío.
Se decidió a huir,
valiente o loco, qué importa, hacia su destino. ¿Y qué es La Guaira sino un
boquerón de luz en el que se asombran, bajo almendrones floridos, cuerpos
meciéndose en chinchorros cinéticos viendo reverberar el mar hecho de luz?
Allí, en Macuto, construyó su rancho acastillado hasta que la naturaleza y la
desidia humana decidieron. Construyó un mundo de miseria sublime donde ocupaban
puesto raigal, tierra, coleto, momo cual hijo, jaula vacía, muñecas
aterradoras, Juanita a secas sin el Mora que era su apellido de veraz, la Maja
Criolla, mujer, modelo y madre. En ese ambiente goyesco, ora cómico, ora
trágico, ora festivo, entre 1920 y 1953, la edad de Cristo, realizó, afirmación
de Juan Calzadilla que comparto, “la obra más importante de pintor venezolano
alguno”.
A ese rincón del
mundo fuimos a verlo muchos, más que a comprar o a engañar, que no faltaban,
íbamos a retratarnos a nosotros mismos o a un mono sobre un hombro cual King
Kong del litoral. Llegaron también al espectáculo, menos mal, gentes con
cámaras de filmación, sin olvidar las fotos de Victorino Ríos, como la
Benacerraf, Anzola, y ahora Rísquez aunque ya sin Reverón ni el castillete
vivos. Armando, perdonen la confianza, actúa frente a nosotros como le gusta
hacer. Burlase del mundo o no, quién lo sabe, enseña su pena, ríe de nosotros o
de él.
Lo que se ha recogido
de su vida en sobre todo el elogio de la locura, la pobreza del “buen salvaje”,
el chamán, el náufrago, el exiliado, el doliente que vive dentro de la “cultura
del calor”, la zona tórrida, el desamparo desnudo a pie descalzo frente al
océano infinito. Lo que se atesora de su obra es su “generoso exceso” como
anota Luis Pérez Oramas en un ensayo iluminado que se inicia con el siguiente
epígrafe de Murillo Méndez: “Para venir a serlo todo, es preciso ser nada”.
Armando Reverón se pasea por nuestras horas con su vaho cavernícola y sabio.
Cuando voy al espejo me lo encuentro y me asusta.
Leandro Area Pereira
leandro.area@gmail.com
@leandroarea
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