viernes, 9 de mayo de 2014

ANDRÉS HOYOS, OBITUARIOS ANTICIPADOS, DESDE COLOMBIA

Los que vivimos pendientes de la literatura y de los libros somos propensos a la queja y no nos faltan razones: remuneran mal lo que hacemos, nos ponen en la parte de atrás de las filas, nos miran con condescendencia si no con lástima, nos tratan, en fin, como a un gran Oliver Twist que pide más de lo que no hay.

Vemos sin resignación cómo la gente consume en actividades insulsas, que no dejan huella, la vastísima reserva de tiempo libre que tiene y que nos podría dedicar. Hay, claro, la versión apocalíptica de esta queja: vienen tiempos exclusivamente digitales, el libro de papel va a morir o será a lo sumo un objeto de lujo, a los jóvenes les espera un analfabetismo funcional. En síntesis, Tarzán no sólo ya no salta de rama en rama, sino que fue devorado por el león.
Sin embargo, por estos días he visto grandes multitudes en la Filbo (Feria Internacional del Libro de Bogotá), mayores que hace dos años (el año pasado no pude asistir). Algo me dice que una parte importante de esta muchedumbre ha sido convocada por el espíritu de un muerto reciente que no habrá que mencionar. Ya adentro, en el alrevesado recinto de Corferias, se forman filas larguísimas para oír hablar a Mario Vargas Llosa o al irredento Fernando Vallejo, y unos pocos autores firman grandes cantidades de sus libros; otros menos.
En la versión de este año impresiona particularmente el pabellón infantil y juvenil. Hay allí libros bellos y variados. De una oferta tan grande, surge una pregunta: ¿todos los lectores de estos objetos con frecuencia sofisticados van a ser devorados por un colosal iPad, por un teléfono “inteligente” o por una botella de ron al llegar a la adolescencia? A juzgar por la actitud de empresas como Carvajal, que piensan que tiene sentido publicar libros para niños pero no para adultos, tal parece que sí. No está uno descubriendo el agua tibia si dice que la llegada de las hormonas en tropel convierte a los seres humanos en bólidos inestables y que la literatura juvenil ha sido desde siempre la más difícil de escribir, editar y vender. Es en la adolescencia cuando se pasa del libro ilustrado al que solo contiene palabras, miles de palabras, un salto mortal.
No voy a obviar lo obvio: los malos resultados son frecuentes en la cadena del libro, con más veras en un país poco lector como Colombia. Se quejan los autores, con razón, los libreros, con razón, los distribuidores, con razón, y los editores, con razón. ¿Que en el mundo editorial también abunda la gente de poca fe? Sí, son los que dicen que para vender libros hay que desnaturalizarlos, cuando no idiotizarlos. Breve, barato y sencillo, esas son para ellos las características que tendría que tener un libro que les resulte atractivo a esos lectores a los que temen y que van en fuga hacia el territorio del Gran Hermano. Se trata de un debate viejo, que no vamos a saldar aquí. Por si acaso, la pintura que sobrevivió a la invención de la fotografía no se volvió fotográfica, el cine que sobrevivió a la televisión no se volvió televisivo y el periodismo que está sobreviviendo al internet no se está volviendo espasmódico. Existe, sí, un viejo precepto, formulado por Henry Mencken, según el cual nadie se quebró nunca subestimando al público. Algunos lo aplican sin remordimiento.
En todo caso, los obituarios del libro son un pelín prematuros, como decía Mark Twain del muy candoroso y lacrimógeno que en su momento le dedicaron.
Andres Hoyos
@andrewholes / | Elespectador.com


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