Llegó
a ser hombre de epopeya.
Durante
los sombríos años de la dictadura perezjimenista creó leyendas a su paso, paso
de fantasma debo decir, oculto y perseguido como pocos. Ascendió al liderazgo
como si fuera para él un destino escrito en los libros de la política. Fue una
marcha natural, no impuesta ni adornada de jactancias. Ejemplo de sencillez
creativa, sus ejecutorias y su universal crédito no le debieron nada a los
medios. Estos no podían hablar libremente de un perseguido político, ni el
perseguido podía delatar su presencia o divulgar lo que hacía sin infringir
peligrosamente las exigencias de la clandestinidad.
Formaba
parte de la camada más bien reducida de dirigentes que fueron sepultados en
escondites signados por la provisionalidad y sin embargo con el arrojo
suficiente para echarse al hombro el malogrado país, atrapado como estaba en la
garra de la dictadura militar. Cuando se compara a aquellos con éstos se le
abona a los que se forjaron en la sombra y el silencio una mayor y
desinteresada abnegación porque en lugar de plagar los medios audiovisuales o
escritos, más bien estaban obligados a rehuirlos. Sus méritos no caían bajo la
sospecha del interés y el exhibicionismo, eran de una certificada pureza.
ANTONIO PINTO SALINAS |
Pero
hay mucho de injusto en este reparto de reconocimientos. Nadie escoge
libremente las circunstancias bajo las que se desempeña, y por eso las
generaciones que no nacieron a la política en tiempos de dictadura, tendieron
correctamente a multiplicar el liderazgo con la mayor exposición en las cámaras
de radio y televisión o en los espacios de prensa. No era vanidad personal. Así
lo demandaban los tiempos.
El
nuevo líder hijo de la democracia debía en parte su nombradía a la publicidad
recibida y la destreza como utilizaba aquellos instrumentos por fin al alcance
de la lucha. Signado por el ruido de la competencia y la confrontación abierta,
mientras más expuesto esté, más garantiza su sobrevivencia. Es lo adecuado a
estos tiempos.
En
cambio el viejo líder era hijo de la organización y el secreto. Mientras más
expuesto estuviera menos chance tendría de sobrevivir.
Las organizaciones más duramente acosadas fueron AD y el PCV, sin desconocer el notable papel jugado por Jóvito Villalba (URD) y Rafael Caldera (Copei), quienes a la postre terminaron en el exilio. AD era dirigido por dos conductores de primera. Rómulo Betancourt desde el extranjero y Leonardo Ruíz Pineda en los breñales de la clandestinidad. No era un reparto cómodo ni fácil. Ruíz Pineda sabía que Rómulo ni descansaba ni dejaba de preparar un eventual desembarco a la vieja usanza. No desaparecía de su memoria el episodio del Falke, que puso al general Román Delgado Chalbaud en Cumaná, en una aventura en la que factores no imputables le impidieron al joven Betancourt hacerse presente, como estaba decidido. Supe que en la década de los años 50 seguía trabajando para culminar lo que no pudo lograr en aquel episodio antigomecista.
Desde
México, Rómulo había dicho que la dictadura desesperaba de arrestar “el
cadáver” de Leonardo, y efectivamente poco después sus espías lo asesinarán.
Su
cadáver ensangrentado en San Agustín estremeció la conciencia de América.
ALBERTO CARNEVALI |
Se
elevó a la cumbre de los héroes auténticos. Pero como el espectáculo debe
continuar, lo sucedió en la secretaría general del partido otro hombre
excepcional, Alberto Carnevali. Consciente de que los golpes de Estado no
llevaban a parte alguna, reformuló la estrategia. Habló de la rebelión civil.
La mecha de combustión rápida sustituida por una mecha de combustión lenta.
Para
honrar su nueva política, Alberto se reunió con los demás partidos
democráticos. Así se consagró la unidad de todos contra la dictadura. A nadie
se le pidió que depusiera sus convicciones, porque la unidad lo es de la
diversidad. Es esa la verdadera fórmula, lo demás es impostura.
Carnevali
tuvo el acierto de comunicarse con el jefe de los comunistas. Pompeyo era un
líder extraordinario, con una gran visión política. En aquel momento Alberto y
Pompeyo, los dos hombres más perseguidos, se reunieron. Simón Alberto Consalvi
y Homero Arellano oficiaron de intermediarios. En reunión con Domínguez Chacín
de URD, resolvieron encomendarle a Pompeyo la redacción del primer Manifiesto
de la resistencia. No era poca cosa. No era usual poner en manos de un
comunista un texto como ese, pero Alberto y Pompeyo eran de una madera
especial.
Carnevali
será detenido. Al enterarse del -sin hipérbole- trágico suceso, Pompeyo
suspende la redacción, pero la idea quedó sembrada. Pocos años después la Junta
Patriótica retomará la tarea hasta el episodio final.
Caída
la dictadura, conocí a Pompeyo.
A
los honores que la leyenda le otorgaba, sumé su estupenda sencillez, su bondad.
Era
un acusado rasgo personal suyo. Tras la mítica figura del admirado líder se
descubría fácilmente la presencia de un ser humano extraordinario.
Militó
en un partido internacional que rindió culto a Stalin, pero nunca dio señales
de que cedería a una pasión como aquella. La gigantografía que nos habla del
héroe entre los héroes, la momificación, los necios pedestales, la mirada que
desde todas las esquinas nos advierte con severidad acerca de ignotas amenazas.
El Gran timonel, El Padre de la Patria y demás zarandajas.
Por
eso cuando en 1956 escuchó Pompeyo el valiente e histórico discurso del XX
Congreso del PCUS, que demolió al endiosado monstruo, no le resultó difícil
jurarse que nunca aceptaría la repetición de semejante perversión.
¡El Comandante eterno! ¿Pompeyo? No lo aceptaría. ¿Chávez? No lo merecería.
Pompeyo
permanece en la cima iluminada de sus 92 años.
Americo
Martin
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin
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