jueves, 10 de abril de 2014

PEDRO RAFAEL GARCÍA, ¿EN QUE CONSISTE LA REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA?, PUNTO DE QUIEBRE

Como sentencia: Dominique Moise, “A fuerza de conformismo y de optimismo obligatorio, la cultura de Disney World puede a la larga convertirse en una adaptación moderna del séptimo circulo del infierno de Dante”

Ubicando algunas pistas…
En convertir a los seres humanos, en cuanto que humanos, en portadores del sentido político de la sociedad, que sirve de apoyo y aliento de la interpelación, que intenta convertir a los individuos en portadores del sentido racional de la realidad y confluyen ambos intentos de transformaciones radicales, que permitan a los sujetos, es decir vanguardias de acciones significativas, no repartidores de fundamento, meta humano, ni encarnaciones míticas, episódicas de un orden que no pueda ser cuestionado. Tanto la democracia como la filosofía se basan en sujetos que no se dedican a profetizar, dar órdenes o guardar silencio sino que discuten y lo más importante, discuten de igual a igual.  Democracia y filosofía son actividades parlantes, que a sus enemigos les parece tedioso y retórico, pero que consiste en ofrecer razones y atender mediante la colaboración dialéctica, la siempre revocable verdad política y la también cuestionable (nunca absoluta e inapelablemente cierta) verdad teórica.
La democracia descarta al ancíen régimen que interpretan e imponen las leyes eternas de la divinidad, caudillos carismáticos, familias privilegiadas, colectivismos unanimistas y uniformizadores, basados en la nación, la etnia, raza, en resumen cualquier intento de naturalización o teocratización del principio político.  
Pero también confronta de antemano la moderna primacía efectivamente excluyente de los técnicos, de los expertos en decidir por los ciudadanos que ellos creen predestinados a obedecer decisiones ajenas de los entramados económicos de todo pelaje.  Por su parte la filosofía desautoriza a los portadores del oráculo, los fabuladores, los adivinos, los predicadores de dogmas de fe y obediencia, los que no conocen mayor argumentación que la autoridad académicamente refrendada, los poseedores de habilidades instrumentales que aconsejan renunciar a la teoría, los gestores de una eficacia entendida como verdad.
Razón de más para recordar contra viento y marea la vigencia ideal de esos principios. (Parafraseando lo que dijo el derribado Don Quijote, que no era demócrata ni filosofo, cuando le pidieron con la lanza al cuello que desmintiera el ideal de belleza de Dulcinea por la que vivía y luchaba: manifestó “No es bien que nuestra flaqueza defraude esta verdad”).
El tiempo mítico y los ciclos infrangibles
Paseémonos por la invención política de individuo, pues es la fundamental aportación de la democracia incluso el apellido de “Política” es innecesario, por que antes del protagonismo del individuo hay hordas, tribus, comunas, monarquías faraónicas, imperios, caudillos, historia, incluso; pero política no.  La política aparece con la democracia, es decir con la autonomía social de los individuos, y lo que retrospectivamente llamamos política en los momentos pre- democráticos se debe, precisamente, a la exaltación, a la individualidad, en Reyes, Faraones, Monarcas y demás, a costa de la des-individualizada sociedad que los sostenía: de modo que la protopolítica la hicieron unos cuantos Mesías exaltados. Solo esos Príncipes tenían a nombre propio derecho a una tumba con su debido (mausoleo, al parentesco con  los Dioses). Los primeros individuos son divinos y las ciudades que fundaron reciben el nombre de su celeste individualidad.
Una de las mejores investigadoras hispanas de este fenómeno, María Zambrano, lo consigna así en persona y democracia: “El individuo, en tanto que único, aparece pues bajo una mascara no humana: es sobrehumano en virtud de una divinidad que le sitúa aparte y sobre los demás hombres”. Como sentencio Oscar Wilde, “La evolución es ley de vida y no existe evolución que no sea hacia el individualismo”. De esa evolución en un lugar espiritualmente privilegiado que fue La Grecia antigua (su privilegio espiritual se debió sobre todo, a la intersección de culturas y al mestizaje, múltiple  confrontación de diferencias, fecunda por el consiguiente escepticismo que comporta sobre lo que uno es y luego sobre lo que es todo lo demás).  No hace falta recordar que  la democracia griega era aún muy restringida, pues dejaba fuera a las mujeres, a los metemos y a los esclavos.
Sin duda el individuo como tal, en su realidad de hecho aunque sin autonomía de derecho, en tanto “Sustancia individual de naturaleza racional” como diría algún filosofo escolástico, preexiste al acuñamiento de la formula democrática.  Pero en este encuentra una posibilidad nunca antes estrenada.
Regresemos de nuevo a María Zambrano: “Individuo humano los ha habido siempre, más no ha existido, no ha vivido ni actuado como tal hasta que ha gozado de un tiempo suyo, de un tiempo propio”.  No el tiempo mítico de los ciclos infrangibles, el tiempo irreversible, el que no vuelve.  Ese tiempo a escala humana no se refleja en los mitos, sino en las tragedias: y por supuesto, en la obra de los historiadores. Es el tiempo político por excelencia, es decir, el tiempo de la polis, pero íntimamente ligado a nuestra naturaleza de seres dotados de lenguaje.
Pueblo como facción de la sociedad
Alguien dirá que insistimos demasiado en el individuo y aún no hacemos mención al pueblo. También ese concepto de “Pueblo” requiere un escrutinio más riguroso. En la mayoría de las ocasiones se presenta al pueblo como entidad colectiva con dos prejuiciadas características: por un lado, el pueblo representa una parte de la sociedad, la más sana, la “Buena” y por lo tanto la única legítimamente autorizada para decidir políticamente, contrapuesta a otras secciones “Malas” o enfermas del conjunto, sean aristócratas, capitalistas, enemigos de la patria, incrédulos, inmorales; por otro lado para saberse parte del pueblo elegido (todos los pueblos se creen elegidos), el pueblo tiene plena autonomía porque sus integrantes renuncian a tenerla fuera de él (de este requisito suelen sentir ser la excepción los escogidos del pueblo) es decir, los que hablan en su nombre y de ese modo conservan el suyo propio, como encarnaciones privilegiadas y “Guías naturales”.  Esta concepción del pueblo como facción de la sociedad con autoridad sobre el todo, apunta ya en planteamientos que nos vienen de la Grecia clásica: Aristóteles ve en ella la degeneración demagógica de la democracia (para él casi inevitable) y el fragmento anónimo-aunque atribuido a Jenofonte que lleva por titulo Azenaion Politeia, un panfleto antidemocrático de claro sesgo oligárquico, las denuncias contra el sistema ateniense arremeten en la misma dirección.
El sistema democrático se ha distinguido en todas sus épocas por la abundancia de sus descontentos, frente a la docilidad resignada o la fervorosa adhesión que han despertado siempre las autocracias. Vivir en democracia consiste en saber que uno puede estar ruidosamente descontento del régimen político en que vive.  Como la democracia no resulta de cumplimiento de un paradigma ideal preestablecido e indiscutible, sino de la búsqueda polémica de lo colectivamente más conveniente, la insatisfacción vital por la tardanza en el logro de lo mejor. Según aumenta el número de ciudadanos, se exaspera la frustración de cada uno de ellos.  El “Cada cual” nunca se reconcilia con el “Todos”. De ahí el rasgo señalado por el historiador Francois Furet, como propio de la democracia y único en la historia universal: “La capacidad infinita de producir niños y hombres que detestan el régimen político y social en el cual nacieron, que odian el aire que respiran, aunque vivan de él y no hayan conocido otro”.
Si bien se considera que lo más llamativo de la revolución democrática, haya sido en sus comienzos la igualación de derechos políticos entre los pobres y los ricos. Para un griego, el que personas obligadas a trabajar para vivir (no muy lejanas por tanto de la condición de metecos y de esclavos) intervinieran en la cosa pública al mismo titulo que los terratenientes y otros ociosos de alto linaje, resultaba un escándalo que a juicio de los más conservadores no podía presagiar nada bueno. En siglos sucesivos, un fenómeno  parecido suscito la pretensión de que tuvieran derecho al voto, los que se encargaban de tareas serviles, los que no poseían un determinado nivel de renta, los faltos de educación y conocimientos, las mujeres y los llegados de tierras forasteras.  Frente a esta alarma de signo oligárquico conservador y excluyente, emergió la rabiosa apuesta por los desheredados de el marxismo: ¡La democracia consiste en que manden los de abajo, los de manos encallecidas, los pobres, los carentes de instrucción! Que manden ellos y que se tomen su histórica revancha. Ambas actitudes son reaccionarias, tienen una visión parcial y limitada del pueblo, y esa visión es cegata y radicalmente antidemocrática. No puede haber pueblo contra nadie sino pueblo con todos. Desde luego, choca con la evidencia de la desigualdad efectiva de patrimonios, condiciones, dotación intelectual, sexo y demás. Por eso su apuesta esencial es la de igualar según un principio superior los derechos políticos de quienes son de hecho diferentes, según múltiples y relevantes criterios. Ese principio unificado no puede ser sino la afirmación de una opinión sobre los seres humanos en cuanto a tales: seres dotados por igual de razón, capaces de lenguaje y por lo tanto de comprender lo común de los intereses aún sin minimizar su importante diversidad.
Sin embargo la autonomía política de los individuos reconocida por la isonomía democrática (igualdad ante las leyes e igualdad para participar en su promulgación y en la revocatoria de las mismas). Queda ya indicado que lo verdaderamente revolucionario de la democracia es subsumir todas las desigualdades efectivas (de rango, aptitudes, raza, familia, sexo, credo, educación), bajo una superior igualdad legal y política.
Pedro Rafael Garcia Molina
pgpgarcia@5gmail.com
@pgpgarcia5

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