El torrente de elogios que recibe de manera
póstuma Gabriel García Márquez horas después de su muerte en México no es
inmerecido si se piensa en el formidable hombre de letras que era él. Sin
embargo, el premio Nobel de literatura fue también un activista que adhirió a
tesis políticas repudiables que lo llevaron a cometer errores cuyos efectos
recayeron sobre su patria y sus compatriotas. Ese aspecto de su vida trata de
ser convertido por algunos en un tabú acerca del cual está prohibido discutir.
Nademos pues contra la corriente, para que la libertad de pensamiento no sea
sepultada por el peso abrumador de unos elogios a un hombre que decía luchar
por la libertad al mismo tiempo que defendía la dictadura más liberticida que
haya conocido el continente americano.
Gabriel García Márquez, hay que decirlo, no tuvo la entereza de carácter, ni la grandeza moral de romper con el castro-comunismo. Su amistad con Fidel Castro fue indefectible y no se limitaba al campo literario. El escritor colombiano nunca cuestionó los crímenes de esa dictadura. Sin embargo, los motivos sobraban para que lo hiciera. Otros intelectuales latinoamericanos de prestancia idéntica a la de él, y de su misma generación, como Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Plinio Apuleyo Mendoza, atraídos en un primer momento por el “antifascismo” y el “antiimperialismo” de la URSS y, después, por la llamada “revolución cubana” (involución cubana deberíamos llamarla), tuvieron el valor y la lucidez de romper lanzas un día con ese totalitarismo.
García Márquez persistió, por el contrario,
hasta su último día en sostener a un tirano que no solo ha arruinado, oprimido
y llevado a su propio pueblo a niveles increíbles de abyección social, durante
más de cincuenta años, sino que le propinó tremendos golpes a las libertades y
fuertes daños a las economías latinoamericanas.
Las sangrientas aventuras
guerrilleras y terroristas que Fidel Castro impulsó durante décadas en América
Latina para exportar el socialismo policíaco que él había instalado en la isla,
llevaron no sólo a la fanatización y muerte, a miles de jóvenes manipulados del
continente, sino que provocaron la emergencia de violentas dictaduras militares
en Brasil, Argentina, Bolivia, Chile, Uruguay, Perú, Guatemala, que arrasaron a
su vez, durante años, los valores democráticos.
Esa empresa depredadora y anacrónica del castrismo sigue en pleno auge hoy en Colombia donde, todos los días, y en medio de un falso “proceso de paz”, cobra vidas de civiles de todas las clases sociales y de abnegados militares y policías. No puedo dejar de pensar en ellos, en esas víctimas, sobre todo en las más recientes y más anónimas, ignoradas y eclipsadas en estos momentos por la catarata de adioses al autor de Cien años de Soledad.
El escritor colombiano, nunca tuvo el temple
de aquellos, como Arthur Koestler, André Gide, Ignazio Silone, Louis Fischer,
que fueron capaces de liberarse de sus creencias políticas cuando descubrieron
el horror que ellas aportaban. El gran genio literario de García Márquez, que nadie
cuestiona, quedará manchado para siempre por esa actitud, por su sorprendente
amistad con Fidel Castro y por su lealtad, nunca desmentida, a un sistema que
se apoderó, hasta 1991, de una tercera parte del planeta, y que produjo el
régimen “más inhumano de la historia de la humanidad y la amenaza más grave que
el género humano haya jamás encontrado”, según la conocida fórmula de Arthur
Koestler.
Tad Szulc, en su excelente biografía de Fidel
Castro, cuenta que la “adoración” de Gabriel García Márquez por el dictador
cubano “se hizo evidente en un breve y primerizo retrato que escribió titulado
Mi hermano Fidel, basado en conversaciones con Emma, la hermana de Castro”. El
célebre reportero del New York Times agrega: “La amistad que los une es tan
íntima que, cuando el colombiano va a Cuba, a menudo charlan sin cesar durante
ocho o diez horas, y luego continúan varios días con sus noches”. Escritas en
1986, esas líneas jamás perdieron vigencia. En 2006, ya enfermo, García Márquez
viajó a La Habana para asistir al cumpleaños 80 del decrépito dictador y
proclamar su deseo de que ese hombre llegara hasta los 100 años.
Esa fascinación por el poder despótico,
denunciado paradójicamente por García Márquez en uno de sus libros, quedó
plasmada, de nuevo, en su relación, menos intensa, con Hugo Chávez. ¿No
escribió acaso, en agosto de 2000, que durante un vuelo entre La Habana y
Caracas, el venezolano le contó su vida y que ello le había permitido descubrir
“una personalidad que no correspondía para nada a la imagen de déspota que los
medios le han dado”?
Como miles de otros escritores y poetas de
los cinco continentes, Gabriel García Márquez fue atrapado un día por la
maquinaria comunista que hacía de los intelectuales un “frente” más de lucha.
De ellos unos se quedaron en ese abismo toda la vida. Otros salieron de allí de
alguna manera. Entre los primeros el más conocido en Latinoamérica fue Pablo
Neruda quien le hizo horribles odas a Stalin y votaba en los congresos
internacionales de escritores como le ordenaba el partido.
Nadie le reprocha a García Márquez que haya
adherido en su juventud a las tesis marxistas. Le reprochan que no haya roto
cuando vio con sus propios ojos, como le ocurrió en Cuba, en las oficinas de
Prensa Latina, primero, y con el caso de Heberto Padilla, después, la
podredumbre que esa ideología engendraba. Le reprochan haber seguido en esa
historia después del fusilamiento de tres jóvenes negros y la encarcelación y
condena a largas penas de prisión de 75 opositores. Le reprochan sus descripciones
grotescas de Fidel Castro como un hombre “con alma de niño”, y como uno de “los
más grandes idealistas de la Historia”. Y su críticas vacilantes e inconstantes
ante las atrocidades de las guerrillas colombianas.
Sobre los intelectuales el marxismo ha ejercido
una poderosa y venenosa atracción. Esa ideología les proveía la “ilusión de la
conciencia total”. Czelaw Milosz, premio Nobel de literatura de 1980, al
describir esa problemática observó que el marxismo llegó a aparecer ante muchos
como “un paraíso filosófico”. Otro intelectual, Raoul Calas, describió esa
misma corriente como “una convicción filosófica completa y total”. ¿Cómo no ser
seducido por ese espejismo?
Las técnicas empleadas para atrapar a la
inteligencia, han sido objeto de investigaciones y reflexiones. El filósofo
francés Henri Lefebvre, quien había pasado por esas horcas caudinas, señaló en
1959, que los partidos comunistas “culpabilizan a los intelectuales para
amarrarlos a una fidelidad”. Esa gente obtenía resultados importantes con un
método relativamente atroz: con la prédica incansable, verbal y escrita,
destinada a hacerlos marchar contra ellos mismos, contra su familia, contra su
clase, contra su cultura, contra su educación, y a sentirse, al final,
culpables de no ser proletarios.
Precisamente, como lo observa con gran
precisión la investigadora Jeannine Verdès-Leroux, “el anti intelectualismo
practicado por las direcciones comunistas se acompañaba de una visión cientista
y productivista de la sociedad, concepción que era vista como la única capaz de
sacar al hombre de su pre historia y de hacerlo entrar a la Historia”. Vale la
pena volver sobre estos temas, sobre todo en la Colombia de hoy, para tratar de
explicarnos el caso García Márquez y para poder combatir con cierta eficacia
los esfuerzos de reclutamiento totalitario que existen aún hoy en nuestro
continente.
Eduardo
Mackenzie
eduardo.mackenzie@wanadoo.fr
@MackenzieEdo
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