sábado, 22 de marzo de 2014

OSWALDO PÁEZ-PUMAR, LOS ESCLAVISTAS

         La afirmación según la cual la democracia no es un sistema de gobierno que responde a la naturaleza humana, que nace de la visión hobbesiana del mundo en el cual “el hombre es un lobo para el hombre”, me hace evocar el monólogo de Segismundo donde afirma “…la humana necesidad/le enseña a tener crueldad/…” para referirse al instinto animal, no al humano;  porque ciertamente adherir al credo democrático implica un esfuerzo enorme por dominar al animal que es la mitad de nuestro ser. De manera que la dualidad del animal-racional presente en nuestra naturaleza explica tanto la afirmación que nos sirve para introducir el análisis del tema, como la lucha del hombre por conquistar la democracia como la forma más perfecta para la convivencia social.
        
El dominio de un hombre sobre otro, de un pueblo sobre otro, de una raza sobre otra es una constante en la historia que está muy lejos de haber sido superada. Ese deseo de dominio, de poder, aunque está en la raíz de todos nuestros males forma parte de la condición humana, que es ambivalente, por lo que sin su presencia quizá el hombre no hubiera podido alcanzar los niveles de lo que llamamos civilización, que podemos caracterizar hoy con ese término que sirve para identificar el nivel de interrelación alcanzado, la globalización.
         En esa marcha de la humanidad que es su historia se puede observar, como lo señalara Jacques Maritain en su Filosofía de la Historia, unas líneas enfrentadas de progreso y retroceso, de ascenso y caída que han acompañado a todas las llamadas grandes civilizaciones para llevarlas a su esplendor y a su decadencia. En el plano de lo individual también se ha desarrollado un debate entre la fuerza y la razón, que se resume gráficamente en la frase: “la fuerza del derecho y el derecho de la fuerza”.
         El fenómeno es, repetimos, dual. Tiene lugar a nivel individual y a nivel colectivo. Un hombre arrebatado por la pasión de dominio, no puede ejercer su propia fuerza sino sobre una, dos, tres, diez personas pero no va más allá, a menos que despierte un movimiento colectivo que pueda llegar a imponerse, pero una vez impuesto, el colectivo, adquiere vida propia y  desarrollará sus mecanismos de autodefensa para perpetuarse y extenderse.
         La humanidad ha conocido cientos de estos fenómenos a lo largo de la historia, los de más largo vuelo aquellos que más pronto que tarde abrieron espacio a la fuerza del derecho para que todo hombre, toda minoría tuviera derecho a ser oída y no se viera aplastada por la mayoría, los más efímeros, los movimientos personalistas que terminaron con la muerte del caudillo o poco tiempo después.
         Quizá soportado en el desarrollo acelerado de los medios de comunicación que le permitió al hombre elevar su capacidad para contactar a sus semejantes, el siglo XX trajo una variante en el fenómeno colectivo, el totalitarismo, que invoca una idea, un plan milagroso para el progreso colectivo de la sociedad aunque paradójicamente se basa en el culto a la personalidad como fueron los casos de Hitler, Stalin Mao, Castro. Este fenómeno se desarrolla en sintonía con la referencia que hicimos a Maritain, es decir, con la marcha isócrona de las líneas enfrentadas de progreso y retroceso que él señala. Mientras la idea de una comunidad internacional que comparte los valores de libertad y respeto a la persona se desarrolla y se expande, en paralelo los regímenes totalitarios han alcanzado niveles de opresión a sus pueblos desconocidos hasta ahora.
Ciertamente ni en la antigüedad, ni en la edad media, ni en la edad moderna la humanidad presenció tales niveles de sujeción de los pueblos. Los más atroces imperios subyugaban a otros pueblos para beneficio del propio. El totalitarismo es la subyugación del propio pueblo para beneficio de sus opresores, la casta gobernante.
         La ONU, en la línea de ascenso y progreso, rechaza y condena la esclavitud y los países que la integran, creo no equivocarme al decir sin excepción, no solo la rechazan y condenan sino la tipifican como delito y la penalizan. Sin embargo, la ONU y las naciones que la integran, línea de caída y retroceso, son incapaces de reconocer la esclavitud, sino bajo su forma tradicional: el hacendado de la plantación de algodón que la ejerce sobre el recolector, o el dueño de la mina que sujeta al minero con bola y cadena. Sin embargo, la esclavitud es algo más simple, es la sujeción de una persona a un trabajo sin el cual no puede subsistir, pero sobre todo, no lo puede cambiar sin la anuencia del amo. Lo que significa que su subsistencia, o sea su vida, está sometida o sujeta a la voluntad de otra persona.
         Solo cuando la humanidad y por supuesto los líderes políticos tomen conciencia de la presencia de esta nueva forma de esclavitud podremos iniciar la lucha para liberarnos de ella, que es la lucha por liberarnos del totalitarismo. Mientras tanto, la invocación del bienestar de la mayoría y sobre todo de los más desposeídos es un canto de sirena, porque el deseo de dominio, de poder, para ejercerlo frente al prójimo es insaciable y no se vende ofreciendo ni trabajo, ni disciplina, ni sujeción, sino holganza, discrecionalidad y mando aunque este último termina acaparado por la clase gobernante, que con disciplina militar define el trabajo que cada ciudadano deberá hacer para la construcción del paraíso terrenal.
         ¿Es tan difícil ver esa realidad que a mí me golpea de manera tan directa y franca? Ciertamente creo que no. Lo que si resulta difícil es reconocer en nuestro ánimo la presencia del deseo de mando sin límites. Sin embargo, presente está en todos nosotros ese deseo. Se somete al hijo, al alumno, al cónyuge, al maestro o al padre; lo que hace difícil que la libertad transite. Cuando se ejerce el poder y aquellos a quienes vamos a imponer nuestra voluntad son extraños, masas anónimas, la imposición fluye con mayor facilidad; y finalmente, cuando desde una posición de poder se observa a otro que la ejerce omnímodamente, permitiendo hacer palpable las señales de la esclavitud, me pregunto si la envidia al no poder hacerlo, oscurece el juicio que debe condenarlo, por temor a condenar su fuero íntimo.
Oswaldo Páez-Pumar
opaezpumar@menpa.com

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