Esos
versos de Tirso de Molina, escritos hace ya casi cuatro siglos fueron los que
vinieron a mi mente cuando se supo —con más de dos meses de retardo, según
parece— de la muerte de Boves II.
Porque
es que a todos nos ha de tocar ese momento en el cual hemos de ir a
encontrarnos con el Creador. Momento en
el cual esperamos encontrárnoslo risueño; no con el ceño fruncido, que es como
debe haber recibido al Atila sabanetense.
Porque es mucho el mal que hizo mientras pudo; de sobra nos sabemos las
listas de agravios que causó en Venezuela y fuera de sus fronteras, pero no
podemos olvidar el último que nos infligió: quizás por aquello de “después de
mí, el diluvio”, nos dejó como heredero a un ser con poca inteligencia, nula
ilustración y cero sentimientos nobles,
pero con demasiado odio y mucha sumisión a lo que le ordenan desde La
Habana.
En la escena de “El burlador de Sevilla y el
convidado de piedra” en la que aparecen esos versos, son unos músicos los que
cantan: “Adviertan los que de Dios / juzgan los castigos tarde, / que no hay
plazo que no llegue /ni deuda que no se pague.”
Ya antes, a don Juan lo había advertido su padre, don Diego Tenorio:
“Mira que aunque al parecer, / Dios te consiente y guarda, tu castigo no se
tarda, / y que castigo ha de haber /para los que profanáis / su nombre, y que
es juez fuerte, / Dios en la muerte”.
Dejarnos al nortesantandereano como ocupante de Miraflores fue la última
vaina que nos echó el interfecto difunto que falleció.
Don Juan es un personaje arquetípico de la
escena, no solo española —donde es repetido por Espronceda, Zorrilla y Azorín,
entre otros— sino de Occidente. Moliere tiene uno, Dumas hizo otro, Lord Byron dejó uno incompleto a
su muerte, y Mozart escribió una ópera sobre Don Giovanni. Por cierto, en un escrito de hace un par de
años califiqué a este como “maluco de antología”. Y decía que era "tan bragueta-brava
que se jacta de las mujeres que ha engatusado para obtener sus favores (…) 640
en Italia, 231 en Alemania, 100 en Francia, 91 en Turquía, 'ma in Spagna, mile
tre'", según la cuenta que saca Leporello, su criado. Pero el tipo no solamente es rijoso y
lúbrico; en todas sus versiones es, además, inicuo. Tanto, que no solo mata al Comendador sino
que se mofa de la estatua que le levantan a este y la invita a comer. Con lo
que no contaba era que la estatua le iba a aceptar la invitación y que, después
de cenar, se lo iba a llevar para el infierno.
A mí, el Don Juan que más me trae recuerdos
es el de José Zorrilla porque en Caracas fue una tradición que presentaran esa
obra en el Teatro Nacional todos los noviembres a partir del Día de
Difuntos. Tanto la vi que todavía puedo
recitar versos completos de ella. Por
ejemplo, aquello de doña Inés: “¡Don Juan! ¡Don Juan!, yo lo imploro / de tu
hidalga compasión: / arráncame el corazón, o ámame porque te adoro”. Todos,
alguna vez, deseamos que una zagala nos confesara aquello de: “¡Y qué he de
hacer ¡ay de mí! / sino caer en vuestros brazos, / si el corazón en pedazos /
me vais robando de aquí?” Todos.
También, alguna vez recitamos aquello de: “¿No es verdad, ángel de amor, / que
en esta apartada orilla / más pura la luna brilla /y se respira mejor?” Aunque
nosotros, estudiantes burlescos y sin-oficio, la trastocábamos en: “¿No es
verdad, ángel de amor, / que en esta apartada orilla / están friendo morcilla /
y se percibe el olor?”
Como esas, muchas estrofas más heredamos de
aquella tradición novembrina, pero hoy, después de casi cuarenta días de
excesos y sevicia durante las represiones a los estudiantes que se manifiestan
pacíficamente, de irrespetos continuos a los derechos de los venezolanos que
nos atrevemos a disentir del “pensamiento único”, de daños y estropicios
causados innecesariamente y ex profeso contras propiedades privadas —todo eso,
causado por uniformados y por bandas motorizadas que, indudablemente actúan por
instrucciones que han salido desde el más alto cenáculo del poder—, lo que
queda es recordar aquello que recita don Juan pero que le cae de perlas al
ilegítimo cipayo de los Castro: “Por dondequiera que fui, / la razón atropellé,
/ la virtud escarnecí, /a la justicia burlé / y a las mujeres vendí. / Yo a las
cabañas bajé, / yo a los palacios subí, / yo los claustros escalé / y en todas
partes dejé / memoria amarga de mí. / No reconocí sagrado, / ni hubo razón ni
lugar / por mi audacia respetado; / ni en distinguir me he parado / al clérigo
del seglar”.
En
verdad, es un retrato perfecto. Después
de todo, él puede decir como el Tenorio: “por doquiera que voy, / va el
escándalo conmigo”…
Humberto
Seijas
@seijaspitt
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