La
resignada forma cómo los venezolanos se enfrentan a las largas e interminables
colas que lleva tiempo haciendo para adquirir bienes esenciales de su dieta y
de su aseo, ha reavivado cierta discusión inconclusa sobre cómo es el
venezolano.
Desde
el ciudadano más común hasta los que dicen entender “el cómo somos”, se
apresuran a calificarnos como sumisos, resignados, acostumbrados o, cuando no,
complacientes y cobardes, frente a una situación que no deberíamos permitir.
Estos juicios, probablemente originados más por el deseo de que esto cambie,
que por cualquier teoría o método científico, parece lacerarnos y martirizarnos
cada cierto tiempo o, cada vez que, obstinados, no nos queda más remedio que
hacer la cola para la harina, el papel o el azúcar.
Todos,
por nacionalidad, experiencia de vida o ambas, tenemos cómo pedir la palabra en
este debate sobre cómo es el venezolano. Llenos de rabia en unas ocasiones, o
vestidos de magnánimos en otras, disparamos adjetivos, sentenciamos
limitaciones originarias (casi genéticas) o simplemente nos refugiamos en la
anécdota de la señora que pegó cuatro gritos de indignación, o en la imagen
complaciente del consumidor sonriente que logró sus cuatro rollos de papel
después de igual número de horas en la fila, para concluir que somos bobos o
estamos despertando.
Describir
o analizar el comportamiento colectivo desde supuestas formas de ser
individualizadas, conducen necesariamente a determinismos culturales donde las
evidencias interesadamente sobran y lo que cuenta es izar la bandera de
nuestros propios prejuicios sobre nosotros mismos, no importando el signo de
los mismos. Sean a favor o en contra de eso que llaman el gentilicio.
Las colas, las dificultades económicas que afrontamos, la resignación con que se va al mercado a gastarse Bs. 2.000 y no traerse casi nada, es una consecuencia de una política económica, es el episodio final de una cadena de errores, cuya causa no es, de ninguna manera, la forma de ser (pasiva o activa, no importa) que el analista o el comentarista de fiesta de fin de semana le atribuye a nuestra identidad nacional.
Para
comenzar a desenredar el ovillo de nuestra propia y actual desgracia económica
partamos de la idea de que el comportamiento que vemos en las colas, el de
otros y el de nosotros mismos, es el resultado de una adecuación individual, si
se quiere familiar, para resolver un problema que se vive en privado y que
consiste en hacerse con los bienes necesarios para satisfacer las necesidades
más urgentes y cotidianas.
El
señor, o la señora, que coge una calentera y arma un zaperoco en la caja de los
productos regulados, no está haciendo más patria, ni es un individuo más
consciente, ni tampoco es un representante cabal de la primera estrofa de
nuestro himno nacional, que el comportamiento apesadumbrado de su colega de
fila que lo que quiere es terminar de llegar a la caja para regresar a su casa
antes de que se haga más tarde.
Esos
juicios llenos de simplismos recuerda el viejo eslogan de la insurreccional
Bandera Roja de los años ochenta que llenaba las paredes de Caracas y otras
ciudades del país con la frase “pueblo arréchate”, suponiendo que tras
semejante estado de ánimo alguna vaina iba a ocurrir que cambiaría las cosas.
Para
seguir con las imágenes de los setenta y ochenta, así como Alí Primera le
cantaba a los devotos cristianos diciéndoles “no basta rezar” (como mensaje
propagandístico de la Conferencia Episcopal de Medellín y Puebla), aquí habría
que decirle a los creyentes del determinismo cultural que no basta ponerse
bravo, que no es cierto que el pueblo de Venezuela se está acostumbrando a
nada, ni entramos en una resignación sin retorno, ni nos encontramos en el
último capítulo de la novela “Mar de la Felicidad”.
Nadie
de los que están en esas colas comprando lo esencial, le parece ni bueno, ni
adecuado y mucho menos deseado, tener que hacer semejante viacrucis para
hacerse con cuatro kilos de harina PAN. Si desagregamos por tendencia política,
unos dirán que esto está por arreglarse y darán explicaciones conspirativas al
padecimiento, mientras que los otros, aun suponiendo que la causa (y no la
solución) del problema está en las acciones gubernamentales, sin embargo, no
están muy claros en lo que hay que hacer para que el abastecimiento pueda ser
una realidad.
En
otras palabras, la diferencias entre unos y otros es que los primeros tienen,
más que una explicación de lo que ocurre, una narrativa de solución (no importa
si equivocada), mientras que los otros solo tienen una explicación (seguramente
cierta), pero sin tener clara una alternativa de lo que habría que hacer para
resolver el problema.
La
diferencia entre unos y otros, que es a su vez lo que explica por qué un
malestar colectivo no se convierte en fórmula propositiva que movilice la
acción, es que mientras a los partidarios del gobierno se les pide paciencia y
se les dan eximidas razones de responsabilidad oficial, a quienes creen que
vamos por mal camino no se les ofrecen los medios para obligar a que el
Gobierno cambie sus políticas y mejoren las cosas.
Por
más que se crea que sin cambio de Gobierno no habrá cambio de políticas, lo que
corresponde a una oposición democrática es proponer qué harían ellos si fuesen
Gobierno y movilizar a los descontentos a que primero se convenzan de lo que
hay que hacer y, segundo, protestar y presionar para que las políticas cambien.
Cuando
los escenarios de cambio electoral no están cerca, lo que debe hacer la
oposición es tratar de influir con todas sus fuerzas para que cambien las
políticas que ejecuta el Gobierno y no al revés. Esto último viene después,
cuando la población se convence de que deben cambiarse las autoridades para que
se arreglen las cosas.
Pedirles
a los venezolanos que tienen la cotidianidad agravada (por culpa de la
inflación y el desabastecimiento) que se enrolen en una cruzada de cambio
político sin saber la eficacia de los medios y, peor aún, el resultado de su
acción, es pedirles que apuesten por un camino lleno de incertidumbres y
escasas posibilidades de éxito.
Tiempo
al tiempo. Obligar al cambio, es la forma de abonar el cambio.
lespana@ucab.edu.ve
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