La escena es la siguiente, filmada por un
celular mantenido a una prudente distancia de los acontecimientos: una voz
femenina y de buena pronunciación, amplificada con un megáfono, invita a los
clientes de una larguísima y bochornosa cola frente a un local no identificado
a reflexionar sobre su lamentable condición. Los argumentos de la mujer son los
dictados por el sentido común y son los que se repiten a diario
incansablemente, son la materia misma de la conversación cotidiana: “Esto nunca
había pasado”; “nadie se merece esto”; “no es justo”; “hasta cuándo hacer colas
para no encontrar lo que se necesita”… Nada extraordinario, excepto, por
supuesto, el tono de arenga y el megáfono. La cámara (por así decir) se fija en
los parroquianos que evitan a toda costa parecer interesados en la situación:
unos levantan la mirada al cielo con hastío y otros no la despegan de sus
celulares. Rápidamente entran en cuadro dos militares o milicianos que van
aproximándose a la dama en cuestión –lo que señala que el establecimiento está
custodiado– rodeándola como se haría, digamos, con una ternera caprichosa, e
incitándola a alejarse. En cuanto queda clara la maniobra de los militares, se
desencadena la reacción del público: de la cola salen insultos diversos hacia
la mujer del megáfono, y especialmente una señora rotunda se complace en
articular el mensaje colectivo: “¡Escuálida! ¡Cállate! ¿A ti qué te importa que
nosotros hagamos cola? ¿Acaso eso es problema tuyo?”.
Se trata, como algunos lectores sabrán
identificar, de un video que circuló por Twitter hace quizás un par de semanas.
Una mujer preocupada por lo que percibe como apatía y pasividad se encuentra
con que su ánimo de protesta y su mensaje “concientizador” es percibido como
una intromisión, un exceso o una invasión. La arenga, lejos de formar
comunidad, sirvió para que lo que quedara de bulto fuera la horrible división
entre los venezolanos, que parece más importante que cualquier necesidad,
cualquier cansancio o cualquier protesta. Sirvió para que se formara un “nosotros”
que excluye, y que, siendo víctima, no quiere admitirlo. O al menos no lo
admite frente a un “otro”, al extraño, al que no es igual.
Me hizo recordar una observación de Isaiah
Berlin, en un libro suyo llamado El poder de las ideas. En un apartado titulado
“La búsqueda de status”, Berlin detecta el “deseo de reconocimiento” como una
“forma híbrida de libertad” porque revela la pulsión hacia la autonomía, pero
no como separación de otro –como diferenciación–, sino como el efecto de ese
reconocimiento que el otro hace. Obviamente, se trata de un fenómeno
profundamente humano, pero más interesante es una consecuencia política que
Berlin señala: mucha gente prefiere ser mal y brutalmente gobernada por alguien
que (siente que) se le parece, mientras rechaza el buen gobierno de alguien que
(siente que) no la reconoce. En otras palabras: las identidades son a tal punto
recompensas simbólicas, que las penurias de un mal gobierno pueden no ser
suficientes para querer cambiarlo.
Y por ello la “protesta” no es una categoría
objetiva o externa a la experiencia de identidad. La escasez, la inflación, la
incertidumbre, la violencia, no son experimentadas del mismo modo. Por eso,
también, la protesta “sectorial”, la que moviliza intereses particulares y se
articula sobre un “nosotros” que no cuestiona al régimen o al sistema, funciona
como parte del metabolismo del gobierno, mientras que el llamado genérico a
protestar contra el sistema es percibido por la mitad del país como una amenaza
a futuras retribuciones o recompensas identitarias (o materiales). La eficacia
política de la protesta, para que no sea simplemente “reivindicativa” sino
transformadora, provendrá más bien de la disolución de ese muro de Berlín (con
acento) identitario que ha marcado a esta sociedad desde hace quince años.
Cuando esa idea del “otro feroz” desaparezca.
colettecapriles@hotmail.com
@cocap
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