Lo de Venezuela es fácil de sintetizar: en
los últimos 15 años el Estado allá ha recibido un millón de millones de dólares
(el trillón inglés) y hoy no hay leche en los supermercados. ¿Qué más se
necesita para descalificar a un régimen?
Menos fácil, claro, es orientarse en el caos
actual. Yo empezaría por lo que se sabe con algún grado de certeza. A menos que
se dé una muy improbable explosión en los precios del petróleo, la situación
socioeconómica del país no tiene para dónde mejorar y, en cambio, podría
empeorar por mil caminos. El mercado negro paga hoy el dólar a diez veces la
tasa oficial, lo que hace inevitable una cascada de devaluaciones sucesivas,
acompañadas de mayor inflación, con los efectos catatónicos que se están
viendo, aunque sobre un cuerpo aún más debilitado. No es posible, dada la
brecha, que la cosa se corrija con un solo salto. Es archisabido que los
procesos inflacionarios desbocados se ensañan sobre todo con los que carecen de
instrumentos financieros para defenderse, es decir, con los pobres. Dirá el
Gobierno que puede favorecerlos a las malas, como lo ha hecho antes, pero el
costo de la maroma a estas alturas se anuncia prohibitivo, pues implica seguir
quebrando a los agentes económicos eficientes mientras que los estatales ya ni
siquiera encuentran qué saquear. Se puede llegar entonces a un peligroso punto
de quiebre: por ejemplo, una racha adicional de muertos causada por los miles
de armas que Chávez repartió entre sus paramilitares volvería la situación
irreversible, de no serlo ya.
Antonio Rivas, columnista de El Universal,
identifica tres tipos de chavistas: 1) el pueblo raso que hasta hace 15 años la
pasaba muy mal y se vio favorecido por repartos de todo tipo, 2) los
revolucionarios convencidos, 3) la boliburguesía, o sea quienes se
enriquecieron con el saqueo del país. La situación actual es mala para los
grupos 1 y 2. Para los primeros, porque el tándem devaluación-inflación corre
el riesgo de devolverlos a la miseria. Para los segundos, porque la censura
asfixiante, la rauda desaparición de toda libertad y la represión ciega contra
la gente común no forman parte del ideal de ningún revolucionario que no sea un
cínico redomado. Pero incluso estos últimos, los “enchufados”, no la pasan bien
porque cuando quieren sacar provecho de lo que se llevaron para su casa, se las
ven con una economía que ha dejado de funcionar. ¿Para qué toda esa lana si no
hay leche, ni carne, ni queso, ni harina para hacer arepas y ni siquiera es
posible adquirir boletos de avión para ir a jugar polo y tomar champaña en Palm
Beach?
No es un asunto trivial escoger el momento en
que un régimen tambaleante debe ser confrontado. Si uno empuja y no cae, el
régimen se fortalece. Sin embargo, la crisis se aceleró y Capriles ha pasado a
una relativa reserva, en tanto se vive el cuarto de hora del dúo Corina Machado
y Leopoldo López, a quien Maduro convertiría en un héroe si lo arresta. Y si no
lo arresta, hará el ridículo.
Rara que es la vida, los que menos se
mosquean son los chavistas del extranjero. Nuestro crédito local, William
Ospina, ha defendido al chavismo en todas sus expresiones, incluida la de
Maduro, aunque últimamente anda callado.
Me pregunto si el modelo venezolano es
todavía lo que tiene en mente para que en Colombia se acabe la vaina. Por si
acaso, allá lo que se está acabando no es la vaina, sino el papel toilet.
andreshoyos@elmalpensante.com
@andrewholes
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