Con
el entusiasmo que conlleva el reencuentro con seres queridos se parte desde la
capital, deteriorada pero hasta cierto punto consentida, ignorante de todos los
padecimientos de las ciudades y pueblos más allá de sus fronteras.
El camino
hacia los Andes es largo, se debe calcular la salida a una hora en la que el
sol esté apenas despuntando para tratar de llegar en el atardecer. Evitar la
oscuridad a toda costa se hace imperativo en un país en el que el saldo de
muertes violentas en el último año ha superado las 20 mil víctimas, por
expresar una cifra que no contradiga las conciencias entenebrecidas de las
autoridades inmorales de nuestro país. Además, tan pronto expresas tus
intenciones de viaje son muchas las historias sórdidas de hechos delictivos
ocurridos en estos caminos.
Como
lo dicen las Sagradas Escrituras: "Porque todo el que hace lo malo odia la
luz, y no viene a la luz para que sus acciones no sean expuestas" (Juan
3:20). Entonces, viajar de noche es incrementar las posibilidades de caer en
manos de seres perversos, cuyas almas han sido engordadas con el más cruel odio
salido desde las entrañas de los ocupantes de Miraflores. Sin embargo, la
lealtad de muchos venezolanos que anhelamos un nuevo camino para nuestra
nación, que rogamos por un país iluminado por la sabiduría de Dios, nos permite
apoyarnos en nuestra fe. Y en el amor por nuestro país, nos consolamos con los
paisajes de belleza infinita que la Providencia desplegó en nuestra tierra,
aunque sea lo único que en casi la totalidad del recorrido recreen nuestros
ojos. Porque todo lo demás son caminos torcidos, abandonados, sin luz
eléctrica, sin señalizaciones, sin un refugio para el accidentado, con
seudo-baños sin agua, sin papel higiénico, sin jabón, con mucha basura y sin
gasolina de 95 octanos.
Pero
los revolucionarios venezolanos no viajan por los caminos torcidos de la patria
de Bolívar; prefieren los viajes en primera clase de las aerolíneas europeas o
de las capitalistas yanquis que viajan al Imperio tan desdeñado desde sus
discursos, pero tan adorado por su vanidad. Será por esa razón, que los
gobernantes no tienen ni idea de que la mayoría de los puentes de las
carreteras venezolanas, aun esas que ellos irónicamente denominan autopistas,
son puentes de guerra, puentes improvisados que permanecen colgando quizá por
la oración que todo el que los cruza eleva al Cielo. Será por esa razón, que la
vialidad del país se encuentra sumida en el más profundo abandono. En donde un
hueco no solo puede destruir partes de un automóvil sino convertirse en la
tumba del que desafortunadamente caiga en él.
Lamentablemente,
estos caminos no están solos, muchos están poblados por esos venezolanos
olvidados, despojados de su dignidad, a quienes se les quitó el derecho al
trabajo, al estudio, a una vivienda y a la alimentación adecuada. Esos
venezolanos que se han convertido en los revendedores usureros del camino, que
venden cualquier producto en cinco o seis veces más su valor en cualquier
comercio. O peor aún, en esos que se conforman con pedir, aunque para ello sus
vidas estén en constante riesgo. Ya no son solo los niños de cachetes rosados
de los páramos que extienden cuerdas en la vía para pedir sus aguinaldos. Para
ellos con mucho gusto abrimos nuestro corazón y nuestras manos. Ahora, el pedir
es un oficio de los habitantes del camino. No hay trabajo, es su respuesta;
aunque a su alrededor haya grandes extensiones de tierras cultivables. Algunas
convertidas en terrenos desolados y tristes por la política de expropiación de
los revolucionarios.
Finalmente,
se llega al destino propuesto; el abrazo de los seres queridos es como un
bálsamo que consuela. Al rato, nos damos cuenta que quizá solo Caracas sea
iluminada por las noches. Con asombro notamos que la segunda ciudad turística
de Venezuela y también la primera gran ciudad antes de la frontera con Colombia
se convierte en una boca de lobo después de las seis de la tarde, un estado de
sitio obligado; aunque el jocoso ministro de Turismo se empeñe en decir que
Venezuela es un país chévere.
Pensamos
que haber recorrido tantos kilómetros en esas condiciones es un acto de amor.
Entendemos que haber salido y regresado con vida a nuestro hogar fue un acto de
la Providencia. Otros recorrieron los mismos caminos con otra suerte. Sentimos
un gran dolor al escuchar de una familia que recorrió los mismos paisajes de
nuestro itinerario; alguien de quien sabemos porque un día su belleza, esa
misma belleza de nuestra tierra, nos engalanó con mucha alegría. Hoy, hemos
sabido con gran pena que su sonrisa se ha apagado para siempre en los caminos
torcidos de Venezuela.
"Hay
camino que al hombre le parece derecho, pero su fin es camino de muerte".
Prov. 16:20
rosymoros@gmail.com
@RosaliaMorosB
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