“El
tiempo es muy lento para
los que esperan,
Muy
rápido para los que tienen miedo,
Muy
largo para los que se lamentan
Muy
corto para los que festejan,
Pero,
para los que aman,
el tiempo es
Eternidad”
(William Shakespeare).
Ubicando
algunas pistas…
En la actualidad las lógicas sociales aplican
con un doble discurso que privilegian estructuras armadas en serie, rígidas con
poco espacio para el hombre concreto.
Así han proliferado los libros de
autoayuda que pretenden explicar las formas de obtener un nuevo empleo, hasta
la manera de hacer más grata la noche con una amante y se marginan las historias
que proponen sumergirse en el alma humana, para encontrar respuestas desde la
lógica particular de cada persona, no nos entusiasma la idea de un futuro en donde
nos convirtamos en seres programados, para reír, deprimirse o excitarse ante
estímulos previamente planificados.
Hace ya casi cuatro décadas, el pensador
inglés Raymond Williams intuyó ese proceso y habló de la “oscuridad del
futuro”. Durante más de dos siglos, la
humanidad vivió una etapa que se caracterizó por la idea de progreso. La ciencia, la educación masiva, la
industria, la democratización del poder, eran mecanismos que indicaban
evolución constante. Pero por primera vez, estamos ante un mundo que se maneja
por tendencias no centradas en el hombre y esto ha generado una incertidumbre
que ensombrece el futuro.
El ser humano siempre construyó teorías que
dieran sentido al mundo y nos dieran razones para existir.
Durante mucho tiempo
se privilegió la lógica religiosa. Dios puso al hombre sobre la tierra, y la
felicidad y salvación última de cada persona estaba en correspondencia a la
obediencia de los preceptos divinos. La fe era un estadio superior y la lucha
por esos ideales proporcionaban lógica a la vida.
Después unos cuatro siglos atrás, surgió la
modernidad, una etapa donde se colocó a Dios en el ámbito de lo privado y se
insistió en el estudio de las ciencias. A partir de esa línea de pensamiento
dominante, al que se consideraba justo, se imaginó un progreso del ser humano
permanente, sin fin. Se reemplazo el culto a Dios por el de la razón. Y se hizo
sobre una base optimista y utópica. Se asumió como verdad revelada, que no sólo
se alcanzaría el progreso sino también la perfección, la felicidad terrenal y
el conocimiento absoluto tanto de la naturaleza exterior como la interior de
cada ser humano. Incluso las injusticias, como la pobreza o los privilegios,
eran etapas que se irían ineludiblemente superando, fuera por la creación de la
inevitable mayor riqueza, como sentenciaba la burguesía o por un cambio radical
en la forma de producir y distribuir esa riqueza, como sostenía en su tesis
Carlos Marx.
Lo importante de las dos
cosmovisiones, tanto la religiosa como la de la modernidad, radicaba en su
acento en el ser humano. Le aseguraban que si cumplía determinadas reglas y
ritos, tenía junto a su felicidad un lugar en la comunidad. Cuatro siglos
después, la posibilidad de quedar en el borde inferior de la sociedad
refugiados y a la defensiva al margen de proyectos, donde solo aspira
sobrevivir y poder drenar angustias con drogadicciones de diversos tipos,
pareciera inevitable.
El drama no se centra en la exclusión sino
que no existe ni idea ni voluntad política para combatirla. Por eso se dice que
el hombre dejó de ser la medida de la ideología. En cambio hay temas como la
productividad, que se convirtieron en los nuevos iconos de la sociedad, más
allá de los efectos que puedan causar en el hombre. Citemos un ejemplo que
además sucede con regularidad: una compañía trasnacional decide trasladar una
fábrica porque consigue mano de obra más barata y mejores condiciones de
producción en otra región. El problema de los desempleados que acarrea esta
decisión no es para ellos la medida de nada, no se pensó en función de ellos.
Tampoco los jefes de Estado ni los ministros de Economía piensan como afectaran
a la gente de su país, sino como ceñirse
a la lógica económica imperante en las políticas de la burocracia financiera
internacional. Los flujos de los mercados bursátiles desplazaron al hombre del
centro de la escena.
Durante siglos dominó la lógica de la
sociedad del trabajo, una persona podía ser muy pobre, analfabeta, mal
remunerado pero tenía su ubicación como campesino como obrero no calificado en
la sociedad. En la actualidad esto no sucede y se abren aterradoras
interrogantes para el futuro. Hay cifras alarmantes: en Alemania calculan que
en diez años habrá cuarenta por ciento menos de trabajadores industriales y en
los Estados Unidos, deducen que en quince años el cuarenta por ciento de los
estudiantes universitarios no van a obtener empleo al termino de sus estudios.
Estos datos sistematizados por el investigador francés André Gorz, plantean la
falta no sólo de oficio sino de identidad.
Un trabajador, sea un tornero, o un médico, se integra a la comunidad a
partir de su lugar de producción, de sus saberes y de sus rutinas. Actualmente
empiezan a quedar desclasados.
¿Qué sucederá con las ciudades, el espacio
urbano donde hay “personas de más”?
Los guionistas de los cómics, ya anticiparon
este proceso tiempo atrás. Es usual que
en las historietas aparezca la lucha entre la ciudad del bien y la ciudad del
mal. Ambas coexisten en lo geográfico pero se desconocen en la vida cotidiana.
El temor a otro aparece reflejado en casi todas las conductas sociales: se
pasea dentro del Shopping, que es como un dibujo del paisaje, y si se quiere
vida natural, se opta por los barrios cerrados que protegen esa isla
perteneciente a la ciudad del bien. El hecho de que la sociedad genere tantos
excluidos, gesta un espacio urbano peligroso que simbólicamente, parece
controlado por personas perversas de las cuales hay que resguardarse. Y algo
que llama poderosamente la atención en Venezuela: está protección esta a cargo
de empresas privadas que esta claro quienes las controlan.
Aquí surge la fragilidad del rol del Estado
frente a estas nuevas lógicas sociales. Los servicios, aún y cuando sean
básicos como la seguridad, frente a la ausencia de políticas de Estado se deben
pagar en forma particular.
En un contexto tan amenazador de las
condiciones de vida, lo primero que sucumbe es la actitud solidaria. Irrumpe en
cambio, una acelerada condición de búsqueda de seguridad. Aunque no es cuestión
de culpar a una persona en particular, sino a una lógica cultural que no brinda
material ni ideológicamente, una forma de vida saludable. Hay que subrayar, sin
embargo, que este tipo de insana convivencia no solo le resta sensibilidad a
cada hombre, sino también crea complejidad en la comunicación con el otro: se
liquida la compresión y surge la desconfianza.
En este nada tranquilizador contexto, habría
que interrogarse por la institución de la sociedad. La familia: Existen
distintas teorías. Una de ellas, defendida por el pensador Gilles Lipovetsky,
asegura que se diluirá; que las personas serán cada vez más autónomas de los
lazos familiares. Se piensa en su fragmentación y en su perdida como
institución central y fundacional de la comunidad. Este proceso tiene algunas
bases reales: en los países más desarrollados, los jóvenes abandonan el hogar a
los diez y seis años, para ir a estudiar a distintas ciudades, no regresando
nunca más a la casa paterna. Mientras
tanto, aumenta el número de personas que viven solas, pero con la variante en
escena de otras formas de sociabilidad, como las parejas de un mismo sexo y la
decisión de tener o adoptar hijos.
Desaparece la familia obligatoria, heredada, y emerge la posibilidad de
que cada uno construya su propio núcleo de relaciones, a menudo sólo
temporales.
Esta situación genera mayor sensación de
soledad. En un mundo diseñado en función de hombres y mujeres aislados, donde
la soledad ocupa un rol protagónico. Si nos fijamos en la estética de este
modelo, emerge el loft como el tipo de casa ideal. ¿Y que es un loft? Un lugar
sin paredes ni divisiones: no hacen falta porque sólo vive allí una persona,
que de vez en cuando recibe a una pareja para un rato de sexo sin compromisos,
algo más parecido a una conducta de higiene sexual que a una relación en
sentido clásico. Es una forma de vida despojada de sentimientos, tal como la
presenta la lógica dominante hollywoodense, que exhibe modelos exitosos a nivel
económico. Se privilegia la realización profesional, la riqueza sin más y la
alta competitividad, en parte para no fracasar y pasar a residir en aquella
ciudad del Mal a la cual nos referíamos anteriormente.
El hombre necesita sentimientos para su
estabilidad emocional. Pero si aceptamos la idea de que el mundo evoluciona
hacia una lógica donde el hombre no es lo central ni lo esencial, sin duda se
vaticina el problema de la incomunicación de este modelo. “Se puede estar
conectado on-line con un chino que vive al otro lado del planeta y se interesa
en temas parecidos a los que nosotros abordamos en nuestro entorno. Pero,
paradójicamente, no se conoce a los vecinos que se esconden detrás de la puerta
de enfrente”. Los sistemas de comunicación de última generación que rompen las
barreras geográficas, brindan la ilusión de estar conectado con todo el mundo,
es un hecho curioso, mientras la soledad se acentúa en lo cotidiano.
No obstante, llama escépticamente la atención, que en muchas películas se
intenta regresar a valorar el rol del hogar, de la comida casera y del espacio
familiar.
Quizá sea la otra cara del mismo proceso.
Pero no se sabe si esa representación, que no fluye en forma natural sino que
se construye voluntariamente para encontrarse con el pasado perdido, va a
perdurar o si se trata solo de una invocación pasajera. Cuando existía la olla de hierro y la gente
se reunía cerca del fuego, había un sistema social y productivo que lo
permitía. En nuestros días debemos apostar por el logro y mantenimiento del
mismo. Algo similar sucede con una serie de actitudes nostálgicas como el
retorno de las cartas de amor o la recuperación de conductas platónicas que en
años recientes solo producen hilaridad.
Hay una lógica alarmante que ha aparecido en
este ciclo. Tiene que ver con la relación del hombre con la pareja, con los
hijos, con los padres y como manejarse frente al envejecimiento y ante la
muerte. Estamos en una etapa complejizada para establecer vínculos. Los
ancianos van al geriátrico porque es imposible cuidarlos en casa; los
adolescentes drogadictos se internan en granjas de recuperación. Mientras tanto, las enfermedades se detectan
con anterioridad, lo que produce cierta inquietud convivir con el peligro de
los infartos del corazón, el cáncer, el sida y la obesidad. Es una dinámica que
nos envuelve. Pareciera existir una incapacidad del hombre para pensar el
futuro en clave humana. De esta forma, muchas personas sienten que son victimas
y no protagonistas de su vida e intuyen que el mundo les pasa por encima sin
brindarle un lugar en donde aferrarse…
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