La
creatividad de los recaudadores no descansa en el arte de buscar novedosas
variantes, innovadores impuestos y curiosos ardides para embolsar una mayor
porción del fruto del esfuerzo de todos.
No
es un fenómeno solo local. A estas alturas ya es una epidemia mundial. Es que
los poderosos, los políticos de turno, la corporación de partidos gobernantes,
esos que rotan, pero que forman parte de lo mismo, ya han convencido a
demasiados ciudadanos sobre la necesidad de que el Estado se ocupe de muchas
funciones y cada tanto de otras nuevas. Esas múltiples tareas son las que
justifican la existencia de un Estado grande y por lo tanto al que hay que
alimentar de modo permanente con mucho dinero.
Nadie
repara en que el Estado ya demostró su inoperancia crónica, ineficiencia serial
y corrupción estructural. Pese a las innumerables evidencias, una importante
cantidad de personas cree que el Estado dispone de soluciones, sin comprender
que el problema ES el Estado.
Bajo
esa dinámica, los políticos, sin importar el territorio, la jurisdicción o el
color partidario, solo se concentran en RECAUDAR, poniendo todo el empeño
necesario, las energías y la imaginación al servicio de la voracidad.
Solo
les preocupa reunir recursos para poder disponer de más. Nadie se detiene en
explorar minuciosamente por donde se diluyen recursos, aunque resulte obvia la
dilapidación de dineros públicos, lo que cualquier contribuyente verifica en el
notorio comportamiento de los funcionarios.
Podrían
poner especial énfasis en eliminar la corrupción o al menos mitigarla, en
disminuir costos operativos e instaurar una administración austera como regla.
Eso no importa demasiado, lo relevante es recaudar.
Hoy
existe una vigorosa ingeniería dedicada a la creación de nuevos impuestos,
tasas, tarifas, tributos, lo que sea que posibilite reunir una creciente
cantidad de dinero que provenga de esos ciudadanos que deberán trabajar horas
adicionales para generar menos para sí mismos, mientras el Estado se llevará
una tajada cada vez más grande, sin modificar su ineficiencia habitual,
vergonzosa burocracia e indisimulable falta de pudor al momento de responder
con responsabilidad por sus propios disparates.
Es
un círculo vicioso difícil de interrumpir. A los gobernantes no les interesa
que el Estado sea eficiente. Intentarlo significaría un esfuerzo
desproporcionado en eso de ajustar incómodos resortes. Eso traería consigo un
elevado costo político que no están dispuestos a enfrentar. Reducir la planta
de personal estatal, ser cautos en el esquema salarial lineal en el que prima
la antigüedad y no los méritos como valor o implementar mediciones de
resultados de satisfacción ciudadana, son cuestiones que solo implican
conflictos gremiales, con la corporación de empleados convirtiéndose entonces
un sacrificio que no vale la pena transitar.
Es
más fácil aumentar la presión impositiva y esquilmar a los trabajadores del
sector privado, a los emprendedores y, en general, a los individuos que pagan
impuestos todo el tiempo, obligándolos a acomodarse a su nueva realidad para
hacer frente al renovado embate de los saqueadores.
Es
importante comprender que esta postura no es la del gobierno de turno, ni la de
un color partidario determinado. No es ya el producto del gesto miserable de
los que están. Se trata de la característica universal, de los de ahora, pero
también de los que estuvieron y los que estarán; de los que son oficialismo y
además de esos opositores que sueñan con gobernar. Ellos son depredadores
insaciables. Saben que su caja cotidiana depende de lo que consigan quitarles a
los demás y de su dedicado esmero en ello.
Para
poder validar moralmente su pérfida y cuestionable conducta, han puesto mucha
perseverancia en instalar la idea de que el que no tributa impuestos es un
ciudadano indecente. Preocupa que hayan conseguido que el despojado, el
empobrecido, el que tiene que trabajar durante varios meses del año para
financiar la irresponsable fiesta de los insensatos de siempre, se sienta un delincuente
cada vez que consigue sortear el ataque.
Han
instalado la culpa en los ciudadanos, cuando los responsables del desmadre son
los que han construido el monstruo estatal, ese defectuoso engendro que
resuelve casi nada a un costo elevadísimo mientras sus operadores disfrutan de
los beneficios y privilegios de ser parte del poder.
Interrumpir
este abuso cotidiano depende de muchos factores. El primero de ellos es
entender realmente lo que ocurre, comprender los mecanismos, para luego
identificar a los "malos de la película", sin caer en la perversa
trampa de asumir pecados imaginarios. Son los funcionarios estatales, los que
se postulan para serlo, los que aceptan ser convocados sin que nadie los
obligue a ello, los que en realidad deberían revisar sus actitudes.
Su
obscena posición ya es indisimulable. Son ellos los que malgastan, los que
derrochan recursos estatales. Es en ese Estado ineficiente donde reside la
corrupción, que se hace cada vez más burda. Ocurre porque algunos se aprovechan
mientras otros se hacen los distraídos por comodidad o cobardía, siendo
funcionales a lo incorrecto y convirtiéndose en participes necesarios de
delitos evidentes que merecen ser denunciados y reprobados.
A
no engañarse, en este juego no hay oficialistas y opositores, no existe tal
cosa como los que gobernaron antes y los que lo hacen ahora, solo se trata de
la voracidad como denominador común.
Alberto
Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
@amedinamendez
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