Yace en su lecho de muerte, inevitablemente
hace un repaso de su vida. Gracias a un amigo colombiano tiene una cama en
donde descansar su agotado cuerpo, que ya no le da para más, después de haberlo
dado todo por la libertad de su amada
patria.
No se arrepiente de nada lo que ha hecho, quizás algunas las hubiera
realizado diferente, ¿quizás….? pero no se arrepiente de nada. Sus detractores
lo acusan de traición por la entrega de Miranda; de dictador y asesino, por el
decreto de guerra a muerte y por el fusilamiento de su amado amigo Piar, pero
no entienden que esto último era necesario hacerlo ya que perdía su autoridad,
que tanto le costó conseguir.
Nadie puede entender lo difícil que fue pasar de
un alocado viudo latinoamericano, tratando de olvidar su viudez a ser el gran
general victorioso, el que ostenta tan sublime título “El libertador”. Todos
querían liberar su región: Mariño, el oriente; Urdaneta, El occidente; Páez,
los llanos y Piar la Nueva Angostura. Nadie comprendía que si no sacábamos a
los españoles en el sur, nunca lograríamos el triunfo total, Solo Sucre parecía
comprenderlo.
-Fueron tiempos difíciles, que quizás no hubiera podido soportar sin la
ayuda del baile y de las mujeres. Me encantaba bailar, podía hacerlo toda la
noche, me fascinaba, dar vueltas y vueltas, acompañado por una linda dama. Esa
era mi táctica de seducción, para luego terminar en el lecho o simplemente en
la hamaca. Solteras o casadas, todas me encantaban, parecían deslumbradas por
una leyenda inmerecida, una gloria que corría de boca en boca y que crecía con
los triunfos.
¿Quién fue la primera? si mi memoria no me falla, fue en Veracruz, en
1799, camino a Madrid, que conocí a mi primera conquista, María Ignacia
Rodríguez de Velazco y Osorio, un lustro mayor, “La Güera Rodríguez” como la
llamaban, Resplandeciente, de un armonioso cuerpo, ojos azules como el cielo,
rubia y de un caminar que era objeto de admiración cuando paseaba por
Chapultepec. Durante dos cortos meses, que me traen buenos y deliciosos
recuerdos.
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Maria Teresa del Toro |
Ya en Madrid (1900), conocí a mi gran amor, la única con la cual me
casé, nunca rompí este sagrado juramento, mi prima María Teresa del Toro y
Alaiza, “amable hechizo del alma mía”, así la llamé en una carta. María Teresa
era: dos años mayor, frágil, tímida, de ojos claros, profundos y tristes,
pálida tez, amable, inspiradora de honda ternura, casta, tejedoras de sueño,
avasallante y femenina dama.
Cuando llegamos a Venezuela, en 1928, mi cabeza estaba llena de los
vapores del más violento amor y no de las ideas políticas. Fue la única
que me hizo olvidar la política. Quise
mucho a mi mujer. -De pronto unas lágrimas se reflejaron en sus mejillas.- La
muerte, cruel y despiadada, que primero se llevó a mi madre, me separó de mi
amada. Yo la he perdido y con ella la vida y la dulzura de que gozaba mi tierno
pecho. El dolor un solo instante, no me dejó consuelo que buscar, deporable y
triste suerte a que me hallé condenado.
Desolado por aquella pérdida precoz e inesperada, decidí partir para
París. El silencio de mi país y la
monotonía que allí reinaba trajeron a mi alma el aburrimiento más terrible y
aún la desesperación, por ese motivo abandoné a mi familia e irme en busca de la diversión.
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Fanny Dervieux Du Villard |
Llegué a París en 1804 y me residencié en el “Hotel de los extranjeros”,
en la rue de la Loi, y me dedique a olvidar. Si no más recuerdo había gastado
en tres meses 150 mil francos. Sin la ayuda
de Fanny, quizás la amargura me hubiera consumido, pero gracias al amor
que me brindó Fanny Dervieux Du Villard, mujer de mundo, piel sonrosada, de
cabellos tirando a rubio oscuro, coqueta refinada y de gracia elegante, boca
fina, ojos azules, de senos rellenos y brazos torneados, de andar lento y
sinuoso, sobre todo encantadora. Cuando entraba a algún salón, irradiaba un fuerte
magnetismo y de esa picardía de la mujer francesa. No me hizo olvidar a María
Teresa, pero si me preparó el ánimo para afrontar los grandes retos a los que
me enfrentaría más tarde. –El Libertador se sonríe con malicia al pensar en su
ahijado Simoncito Brifford, hijo de Fanny y quienes mucho atribuyen como su
hijo. – Todos piensan que soy estéril, pero
como le comenté a Perú de la Croix tengo pruebas al contrario.
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Teresa de Laisnay |
En compañía de mi amado maestro: Simón Narciso Rodríguez o Samuel
Robinson, como le gustaba llamarse en ese tiempo, y de mi cuñado Fernando Toro,
realizamos grandes viajes a través de Francia e Italia. Estando en París en
1806, conocí y me prendí de una bella mujer, Teresa de Lesnay, dulce, reservada
y enigmática mujer. “Minette”, como la llamábamos, tuvo una hija muy famosa por
su carácter, muy parecido al mío, dicen. Por ese motivo, me atribuyen su
paternidad, pero, Flora Tristán, nació en 1803. A su vez Flora tuvo un hijo, un
maravilloso pintor, Paul Gauguin.
La primera vez que viajé por el Magdaleno
conocí a una encantadora francesa, Ana Lenoit, de diecisiete años bien
formados, de boca pequeña y bermeja como coral, de cabello suelo y rubio. Ella
me veneró.
Fernando, mi sobrino, me indica, que por
consejo del Dr. Réverénd, debo poner en orden, mis cosas en orden ¿Qué es esto,
estaré tan malo para que se hable de testamento y de confesarme? La muerte que
por años ha disfrutado mi tormento al llevarse a su lado a mis seres queridos,
me invita a acompañarlo.
Sus recuerdos lo llevan a su ciudad natal,
Caracas, cuando entró por sus calles, una vez culminada con éxito la campaña
admirable. Lo esperaban doce bellas caraqueñas vestidas de blanco que frente al
cabildo, le colmaron de laureles a la usanza clásica de la Roma Imperial, y que
además lo arrastraron en carro triunfal, como hombre y conquistador. Entre
ellas se encontraba Josefina Machado.
-Pepa, mi adorada Pepa ¿Qué hubiera pasado si
no hubieras estado a mi lado cuando en las playas de Ocumare de la Costa, en un
momento de debilidad y desesperación, me disparé, en un intento suicida que no
fue exitoso gracias a un brazo amigo que desvío mi mano en el último segundo.
Te pude salvar junto a tu madre de la furia de
Boves. Me acompañaste en esa larga marcha hacia Oriente, Me volví
dependiente de tu compañía, para mí fue una tortura enviarte a San Thomas, por
lo que no dude ni un momento detener toda la flota expedicionaria de los Cayos,
durante tres días, para que llegaras a mi lado. –De repente, un arranque de
tos, quizás igual al que arranco de su lado a la Srta. Pepa, 10 años atrás le
hizo interrumpir sus recuerdos, O´Leary y el Dr. Réverénd corrieron a su lado.
Una vez pasada la crisis, El Libertador do su consentimiento para que llamaran
al Obispo de Santa Marta, El Doctor José
María Esteves. Después de administrados los sacramentos dio las instrucciones
para su testamento para ser firmado el día siguiente en presencia y ejerciendo
como testigos: los Generales Montilla y Carreño; los Coroneles Wilson y José de
la Cruz Paredes; el comandante Juan Glen y el Dr. Manuel Pérez Guerrero. Se
siente cansado y se acuesta, pero el
calor es insoportable y se recuesta en la hamaca. El sopor lo atontan y sus
pensamientos lo trasladan al año 1815, exiliado en Cartagena de Indias.
- Isabel, mi recatada Isabel Soublette,
hermana del Gral. Carlos Soublette y prima de mi Señorita Pepa. Primero amante
y después mi incondicional amiga, tu larga y abundante cabellera rubia, tus
fina manos tus ojos azules, llenaron de amor loa largos momentos alejados de mi
patria. Dentro de las murallas del Palacio Episcopal nuestra juventud y el clima embriagante nos llevaron a un amor
donde solo había presente, e futuro no existía.
El exilio, la lejanía con nuestros amigos y el no poder frecuentar tantos
lugares amados que cobran relevancia con la imposibilidad de su visita. Solo el
amor que me brindaron, me permitió no entrar en la depresión tan característica
de estas situaciones, en Jamaica conocí una bella morena de celebrados
encantos, labios de corte audaz y excitante, madura en las formas expresivas,
ojos verdes y profundos. Julia Cobier, durante ocho meses me amparé en tu amor.
La mujer siempre ha sido una tabla de salación en mi vida. Pepa me salvó del
suicidio y Julia me salvo de mi esclavo Pío, quien no sabía que me había ido a
cas de Julia, y le asestó dos puñaladas fatales al oficia venezolano José Félix Amestoy Mayoral, quien en mi
ausencia se recostó para descansar en mi hamaca.
A mi llegada a Bogotá en 1820, entre valses, contradanzas y minués
conocí a mi bella Bernardina Ibañez. De una hermosura que me embriagó, alta y
delgada, delicada, grandes ojos oscuros y almendrados, cabellera abundante y
piel de nácar. Me ofreció un amor puro y dulce como la miel.
En un baile dado en mi honor, en Palmira, Colombia, por el año 1822
conocí a una hermosa trigueña, joven, en la plenitud de su vida, alegre, con
una larga y frondosa cabellera. De nombre Paulina García. Fue un corto pero
intenso amorío. Recuerdo que al continuar mi camino a Quito, en Santiago de
Cali, conocí a mi “Dama Incógnita”, casada y de la alta sociedad, que me pidió
nunca da a conocer su nombre.
Mi llegada a Quito fue apoteósica. La ciudad entera estaba cubierta de
flores, arcos, festones y colgaduras en las barandillas de los balcones. A las
ocho y media de la mañana de 16 de junio de 1822 -ese día nunca se me olvidará
porque cambió mi vida- repicaron simultáneamente las campanas de las veinte torres de Quito cuando montado en un
caballo blanco y vestido sin muchas pretensiones, saludando sombrero en mano.
pero eso sí, acompañado de trescientos oficiales y setecientos de caballería
armados de lanzas para inspirar respeto.
De repente una de las damas me arroja
una corona de laureles. Cando la busco par devolvérsela, me encuentro con una
bella mujer con una mirada desafiante y penetrante, que daba a entender que su
portadora no le tenía miedo a nada y que se consideraba igual a cualquier
hombre, incluso a mí, algo raro en esa época. En la noche, en la recepción
oficial me la presentaron: Manuela Sáenz de Thorne, lucía un vestido
blanco que dejaba lucir sus hermosos
hombros, y como único adorno lucia la condecoración que la atribuía como
Caballeresa del Sol y que consistía en medalla de oro y banda bicolor en blanco
y rojo, que le fue otorgada por el Gral. San Martí a ella y a Rosita Campuzano,
su amiga y amante de San Martín. Ella era de talla media, fina de cuerpo, las
caderas redondeadas, de inmensos ojos, luminosos e irresistibles, rasgos suaves,
rostro oval, boca pequeña y pulposa. Pero, el rasgo que la definía y la cual
intuí primeramente, pero luego la viví e carne propia, es su carácter, fuerte e
indómito, probado en Ayacucho donde alcanzó el grado de capitán.
Bailamos toda la noche, y desde ese momento su amor correspondido nunca
me dejaría, como la extraño, nos despedimos en Bogotá, antes de abordar este
viaje por el Magdaleno. La idolatro más que nunca. “Mi amada Loca”, dos veces
le debo la vida, la última en el Palacio de San Carlos, en Bogotá, cuando
espada en mano se enfrento a mis enemigos. Su lealtad y devoción hacia mi
fueron inquebrantables. Fue mi complemento, compañera y consejera. Conocía mis
más íntimos deseos, era la sultana de las mancebas, una verdadera Mesalina. ¡Claro
que hubo otras mujeres! :Joaquina
Garaicoa, Manuelita Madroño, Paula Prado, Francisca Zubiaga Berles de
Gamarra, Benedicta Nadal y la norteamericana Jeanette Hart, de la cual Manuela
no podía, ni siquiera, oír mencionar su
nombre. Incluso en mi estadía en Perú, fueron varias las limeñas que me
hicieron pasar ratos momentos. ¡Pero ninguna como Manuela!
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María Joaquina Costas |
Hay dos muy especiales, no por el amor que les tenía, con una de ellas
solo estuve en dos ocasiones, sino por el fruto que me dieron. Como le comente
a Luis Perú de La Croix, en unas conversaciones que tuvimos en Bucaramanga: “El
potosí tiene para mi tres recuerdos: allí me quité el bigote; allí usé vestido
de baile y allí tuve un hijo”. Su madre, María Joaquina Costas, le puso el
nombre José Antonio de la Trinidad Costas. Nació en 1826. María Joaquina, entre baile y danza, me
alerto al oído que se fraguaba un plan para asesinarme. El agradecimiento se
volvió pasión.
Mucho antes, en 1819, en la villa
santendereana de San Carlos de Pie de Cuestas, cerca de Bucaramanga. En
un baile popular me presentaron a Ana Rosa Mantilla que con sus dos trenzas con
adornos en rojo me cautivó. Solamente intimidamos en dos ocasiones pero a los
nueve meses me comunicaron que tuvo un hijo varón, igualito a mí, bautizado con
el nombre de Miguel Simón y que mi hermana María Antonia se encargó de cuidar.
–Pensativo, Simón cada vez se siente mejor, le ayudó el reposo, incluso
se pudo parar sin problemas de la hamaca. Cuando se disponía llamar a sus
edecanes, se dio cuenta de que estaba vestido con sus mejores galas ¿Cuándo lo
vestirían? De repente escuchó un hermoso vals, uno que gozaba de su
preferencia, y vio a su amada María Teresa, hermosa, vestía espléndidamente,
como si estuviera en la corte del mismísimo Rey de España. Tomó la suave mano de su esposa y comenzó a bailar, se
sentía dichoso, en paz, como nunca se había sentido. La Guerra quedó atrás, se
dispuso a disfrutar la noche, aunque, todavía era de tarde, la una de la tarde
del 17 de diciembre de 1830.
El relato que se presentó es meramente un
ejercicio literario, por lo tanto, como el título lo indica, imaginario, aunque
esté basado en investigaciones serias y libros publicados por los principales
historiadores bolivarianos, como son: Alfonso Rumazo González, Tomás Polanco
Alcantara, Indalecio Llévano Aguirre y Ramón Urdaneta. No recuerdo, me parece
que toda la vida he sido Bolivariano, pero en su justa medida, la de un
venezolano que estuvo muy por encima de todos, pero un hombre al fin, con todas
sus virtudes, todos su pecados y sobre todo con sus debilidades.
NO ES UN DIOS como lo han pretendido mostrar
alguno. Sin embargo fue muy grande lo que hizo, aunque no estaba sólo, un gran
grupo de venezolanos, colombianos, peruanos y ecuatorianos, así como guerreros
y aventureros venidos de otros países, colocaron su grano de arena para lograr
el éxito de tan magna obra "La libertad": En el relato toco dos de
las tres grandes debilidades del libertador: el baile y Las mujeres. La
tercera, era la agua de Colonia, de la cual usaba en grandes cantidades.
Bolívar fue lo que la psicología moderna llama un hipersexual. Sin embargo, se
enamoró, y muy fuertemente de tres mujeres: María Teresa, Pepita Machado y
Manula Saenz.
Narciso Guaramato Parra
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