Dice Ortega y Gasset, que el
poder creador de las naciones es un quid divino, un genio o talento tan
peculiar como la poesía, la música y la invención religiosa. Puntualiza, además,
que pueblos torpes para
fines intelectuales lo poseen y
en cambio pueblos inteligentes como
es, por ejemplo, (y así lo ven mis ojos)
el de Venezuela, carecen de esa dote.
En cambio, si lo
analizamos con un poco más de vuelo observaremos que a falta de aquella los
venezolanos poseen en alto grado (basta comprobarlo a lo largo de los años transcurridos después del Zumaque
en 1914) lo que yo llamaría, valiéndome
de la expresión de Virgilio en la Eneida:
auri sacra fames
(sed insaciable de riqueza), un talento que quienes habitamos en esta
"tierra de gracia" hemos
cultivado, no por cierto, para forjar
una gran sociedad inspirada en un proyecto histórico de vida en común, capaz de mover voluntades dispersas y dar unidad y trascendencia al esfuerzo
solitario, sino para concebir como
política pública una suerte de
perversa mecánica populista que solo ha
servido para convertir a las personas en objetos, valga decir,
en la negación de lo humano porque impide la toma de conciencia de si
mismas al enajenarlas a intereses bastardos de los propios organÍsmos del
estado, en lugar de utilizar estos para promover y apoyar la convivencia
nacional comunitaria, menguando la mónada hermética de los intereses individuales e incentivar la sensibilidad en los seres al
trabajo mancomunado, que eleve la necesidad histórica de la unión para que las
personas puedan llegar a alcanzar su vida plena y su propio desarrollo.
En cuanto a
la misión a cumplir por quienes
conducen el Estado, -siendo que el
pueblo que lleva consigo, en potencia, "un querer saber y un querer mandar," amén de un repertorio de pensamientos, ideas,
aspiraciones, sueños y esperanzas- han
carecido de un proyecto racional de organización suplido siempre por planes vagos que nunca
han señalado el camino para enfrentar
nuestros verdaderos problemas pero que por sugestivos y halagosos han servido
para manipularlo desarraigándolo de
todo credo moral; para hacerlo abandonar
los principios de la razón y llevarlo a
aceptar ofertas fraudulentas envenenadas
por la mentira y la esterilidad
como lo viene haciendo este gobierno con "el socialísmo del siglo
XXI," mediante la talla de un
lenguaje prosaico y ramplón, cuando no coprológico, hasta llegar a
valerse, inmoralmente, de
argumentos rabuléscos para justificar interpretaciones a la
Constitución con fines políticos,como lo hizo el TSJ a raíz de la ausencia del
Presidente para tomar posesión de su cargo.
Son impostores y más que jueces
trepadores de tribunales dispuestos a venderse al mejor postor por la
ambición desmedida de poder medrar del tesoro público. Además, no requieren
mayores conocimientos jurídicos y menos honorabilidad: les basta una conciencia
libre de escrúpulos, una acolchada amortiguación en las rodillas y mucha
abyección para clavarlas, reptilmente, en la tierra.
Esto explica bien el porqué de esta zarzuela
trágica, que vivimos los venezolanos
desde hace catorce años y el contrapunto febril que ha generado la enfermedad del cacique, cuando hemos visto descender a Venezuela
del rango que ocupó en el conjunto de
las repúblicas latinoamericanas. La barbarie se ha puesto de manifiesto:
violó la Constitución cuantas veces le ha venido en gana; dicto leyes a su leal
saber y entender; la corrupción campea transformando el Tesoro Nacional y el
Banco Central en un mabíl de fulleros
que le ha dado rienda suelta a la iniquidad, al ultraje y al irrespeto a la
razón. Por desgracia la hermosa presea de la dignidad fue desdorada en manos de
unos metecos sin probidad para quienes
engañar al estado no es engañar a nadie. Los partidos políticos y muchas
instituciones de la sociedad civil, que se rasgan las vestiduras para cacarear
sus pasiones desinteresadas por alcanzar el poder y entregarle la vida a la
república, no son más que miembros del fariseísmo nacional que esperan, en
cola, las órdenes de Medea para como Jasón hundir sus lanzas en las fauces del
Vellocino de Oro.
Frente a este cuadro desolador que vive la
República, donde el "bravo
pueblo" perdió la bravura e inclinó
la cerviz se impone, con urgencia, un
cambio de timón capaz de atajar la anarquía, y pedir como Fermín Toro
lo hizo durante la ignominia de los Monagas: "reprimir la violencia,
castigar los abusos, restablecer la moral, volver su imperio a la ley, sus
derechos al pueblo y su honra y crédito a Venezuela."
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