¿Qué
hacía yo en esa en esa zona de ganada fama de insegura?
Entre
“Daniel Santos” y “Alí Khan”…
Después de haber vivido una corta temporada
en un cuarto que a duras penas podía pagar en San Agustín del Norte, en 1972 me
mudé con mi esposa a un pequeño apartamento en Ciudad Tablita, no muy lejos del
mercado de Catia, en aquella populosa área caraqueña con bien ganada fama de
insegura.
El apartamento estaba situado en el extremo
Este del primer piso del Bloque 3, en un conjunto residencial que había sido
construido en los años 50 por Marcos Pérez Jiménez, quien con su brutal dictadura
de derecha aspiraba a pasar a la historia por la construcción de grandes obras
de infraestructura en todo el país.
Eran los tiempos tempranos de mi carrera
periodística. El sueldo en la corresponsalía de aquella mina de avisos que era
El Carabobeño -de arraigada circulación en la zona central del país-, apenas se
podía estirar para medio vivir. Todavía uno podía desplazarse en autobús en esa
capital que estaba lejos de transformarse en el gigantesco atascadero que es
hoy, aunque ya había quejas por congestionamiento, mientras los trabajos del
Metro avanzaban poco a poco pero a ritmo sostenido.
Cito la ubicación exacta del apartamento
porque era motivo de nuestras venturas y desventuras. A pocos pasos del edificio había varios
arbustos y dos o tres bancos de concreto, alrededor de los cuales se reunía
-sobre todo los viernes y sábados por la noche- un grupo de jóvenes
escandalosos a quienes yo apenas saludaba. Unos trabajaban, otros estudiaban,
otros vivían del ocio y algo más…
Eran jolgorios bañados de cerveza, ron,
pasapalos y marihuana, que nos impedían dormir.
A veces había tiros, alaridos, estampidas y sirenas de la policía o
ambulancias. Tras silencios de corta
duración, con toda su intensidad se reanudaba la fiesta, que a veces nos
causaba risa en medio de la impotencia y de las fumadas indirectas del
penetrante cáñamo índico que lo invadía todo.
Nunca supimos quién era porque nos negábamos
incluso a espiar por la ventana, pero uno de los noctámbulos exhibía una
destreza admirable para imitar a Daniel Santos con sus adorables boleros.
Hablaba y cantaba como Santos, y cuando entonaba La Despedida entonces gemía y
lloraba a lágrima suelta. Todos aplaudían y le pedían Linda, Cuando ya no me
quieras, El preso, y otras hermosas canciones que él se apresuraba a
complacer. En medio de su preñez y del
cansancio provocado por el trasnocho, Carmen Ligia hasta disfrutaba el
espectáculo.
Después de aquel “inquieto anacobero” había
intermedios cargados de chistes subidos de tono, anécdotas y otras cosas, hasta
que alguien reclamaba a gritos: “¡La primera válida! ¡La primera válida!” Ahí llegaba el turno de otro de esos
artistas callejeros, que empezaba entonces la narración de la supuesta “primera
válida”, en el Hipódromo La Rinconada.
Su imitación del legendario Virgilio Decán, mejor conocido como Alí
Khan, era perfecta y más aún lo era el dominio de la información que manejaba.
Empezaba con la descripción de las yeguas competidoras, los jinétes, sus
records, distancias, pesos y demás, hasta que de manera súbita hacía la
obligatoria interrupción para los comerciales, que resultaban tan buenos como
la carrera que estaba a punto de iniciarse:
“Gillett, la mejor afeitada”, y otros más. Después seguía con aquello de “La yegua tal
no quiere cuadrar…. Ahora todo está
listo y… ¡Se ordenó la partida!..”
Con “Daniel Santos” y otros “boleristas”,
alguna declamación y la alta dosis de chistes, la noche se alargaba despacio
hasta llegar a la “sexta válida”, en medio de nuestro sueño contenido. Así
hasta que salía el sol. En aquella época
el cantautor puertorriqueño de carne y hueso era un gran ídolo que visitaba con
frecuencia a Caracas, donde tenía grandes amigos, como el culto y simpático
dirigente comunista y parlamentario Héctor Mujica.
Los
vecinos de Ciudad Tablita no teníamos derecho a un sueño sin sobresaltos,
aunque en realidad mi esposa y yo nunca fuimos víctimas del hampa. Claro,
éramos cautelosos. Allí conocimos gente
decente, trabajadora, familias con jóvenes profesionales universitarios entre
sus miembros, que con los años tuvieron los beneficios de la movilidad social
que entonces existía. Los gobernantes no
propiciaban el odio de clases, ni saqueos, invasiones a casas, apartamentos,
haciendas o industrias y, por supuesto, nadie imaginaba que un día el país
estaría dominado por caos y terror impuestos desde la oficina presidencial.
En ciertas ocasiones, cuando iba o venía del
trabajo me encontraba con mi amigo el luchador sindical José Beltrán Vallejo,
que llegó a formar parte del directorio de la Confederación de trabajadores de
Venezuela. Conversábamos algunos minutos
y luego cada uno tomaba su rumbo.
Al convertirme en reportero de Panorama los
aires soplaban de manera favorable y Carmen Ligia y yo -en la ya placentera
compañía de la pequeñita Carla-, a través del sistema nacional de ahorro y
préstamo pudimos comprar un apartamento en la avenida Libertador y, por
supuesto, le dijimos adiós a Ciudad Tablita.
Hasta ahí llegaron las emocionadas canciones de aquel Daniel Santos y
también el Narrador Hípico, del otro Alí Khan, así como el fuerte olor a
marihuana y los trasnochos involuntarios de los fines de semana. Así era Ciudad Tablita para nosotros.
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