viernes, 20 de diciembre de 2013

ANDRÉS HOYOS, EL MEJOR LEGADO DE MANDELA

Me parece fundamental resaltar una parte del legado de Mandela que ha sido poco comentada.
Sí, el hombre fue a parar a prisión porque un régimen racista no vio con buenos ojos que le desobedeciera y que, de forma no en exceso animada, emprendiera la lucha armada. Después pasó 27 años “enterrado vivo”, como decía Dickens.
El régimen del apartheid, sobra decirlo, no actuaba solo. Occidente apoyó a los afrikáners cuanto pudo y Mandela fue considerado un terrorista por Estados Unidos hasta que cumplió 90 años, lo que seguramente lo llevó a acercarse al bando opuesto, donde estaban los gerontócratas de la URSS, Fidel Castro, Gadafi y otros personajes de catadura semejante.
Nada de raro tiene que nunca haya querido arrepentirse de ser amigo de esos amigos. Lo que no se resalta es que, amigo o no, se abstuvo de imitarlos. Fue un revolucionario valiente cuando tocaba, luego se volvió un reformista eficaz cuando triunfó. Ésa es la gran lección.
Mandela hubiera podido convertirse en otro de esos padrecitos de la patria que se eternizan en el poder, práctica en extremo común en el África poscolonial. Haile Selassie, Milton Obote, Idi Amín, Mobutu, Robert Mugabe, el basurero de la historia está lleno de ellos. Mandela fue la obvia excepción a esta regla maligna: gobernó cinco años y se fue para su casa. Él conocía muy bien a sus posibles sucesores y sin duda intuía que eran unos pigmeos. Primero vino Thabo Mbeki, quien se hizo famoso por negar la transmisión sexual del sida, entre otras barbaridades; luego vino el actual presidente Jacob Zuma, quien añade unas uñas larguísimas a su manifiesta incompetencia como gestor. Está acusado, además, de abuso sexual. Y si ellos dos han sido mucho menos que mediocres, en la sombra está un tipo de veras peligroso: Julius Malema. Discípulo declarado de Hugo Chávez, Malema es un demagogo desbocado al que no le molesta ser abiertamente racista ni es enemigo de usar la violencia para lograr sus propósitos. Su ideal agrario es la catastrófica política de tierras de Zimbabue. Una eventual llegada suya al poder, y sobre todo una larga permanencia allí, serían un desastre.
Sudáfrica estaba tan fracturada que ni siquiera un personaje de la estatura de Mandela podía hacer milagros. La democracia es una semilla de germinación lenta, y tras veinte años del ANC en el poder, el país dista de ser un paraíso: hay violencia, alto desempleo, corrupción rampante, crimen y una serie de conflictos larvados. Ha sido en extremo difícil reducir la desigualdad, tanto en materia de riqueza como de posesión de la tierra, y la nueva clase dirigente negra es mucho menos que ejemplar. Sin embargo, el progreso de las mayorías es notable y se evitó el salto al vacío de la guerra civil.
Vistos a la luz de Mandela, nuestros revolucionarios latinoamericanos salen muy mal parados. Los Castro y los Chávez de este mundo, además de empobrecer y defraudar a sus compatriotas, fomentan el odio y la división. Se consideran indispensables; Mandela no.
Por eso, porque tenía una pulsión institucional y una vocación democrática, no se reeligió. Sabía que era mejor que después de él llegaran enanos políticos sucesivos, no un solo enano matón con mando de por vida.
Hay testarudos a los que les fastidia la idea de que el poder es para ejercerlo con moderación y respeto, no a las patadas. Dicen admirar a Mandela, pero se desentienden de lo mejor de su legado.
andreshoyos@elmalpensante.com
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