Me parece fundamental resaltar una parte del
legado de Mandela que ha sido poco comentada.
Sí, el hombre fue a parar a prisión porque un
régimen racista no vio con buenos ojos que le desobedeciera y que, de forma no
en exceso animada, emprendiera la lucha armada. Después pasó 27 años “enterrado
vivo”, como decía Dickens.
El régimen del apartheid, sobra decirlo, no
actuaba solo. Occidente apoyó a los afrikáners cuanto pudo y Mandela fue
considerado un terrorista por Estados Unidos hasta que cumplió 90 años, lo que
seguramente lo llevó a acercarse al bando opuesto, donde estaban los
gerontócratas de la URSS, Fidel Castro, Gadafi y otros personajes de catadura
semejante.
Nada de raro tiene que nunca haya querido
arrepentirse de ser amigo de esos amigos. Lo que no se resalta es que, amigo o
no, se abstuvo de imitarlos. Fue un revolucionario valiente cuando tocaba,
luego se volvió un reformista eficaz cuando triunfó. Ésa es la gran lección.
Mandela hubiera podido convertirse en otro de
esos padrecitos de la patria que se eternizan en el poder, práctica en extremo
común en el África poscolonial. Haile Selassie, Milton Obote, Idi Amín, Mobutu,
Robert Mugabe, el basurero de la historia está lleno de ellos. Mandela fue la
obvia excepción a esta regla maligna: gobernó cinco años y se fue para su casa.
Él conocía muy bien a sus posibles sucesores y sin duda intuía que eran unos
pigmeos. Primero vino Thabo Mbeki, quien se hizo famoso por negar la
transmisión sexual del sida, entre otras barbaridades; luego vino el actual
presidente Jacob Zuma, quien añade unas uñas larguísimas a su manifiesta
incompetencia como gestor. Está acusado, además, de abuso sexual. Y si ellos
dos han sido mucho menos que mediocres, en la sombra está un tipo de veras
peligroso: Julius Malema. Discípulo declarado de Hugo Chávez, Malema es un
demagogo desbocado al que no le molesta ser abiertamente racista ni es enemigo
de usar la violencia para lograr sus propósitos. Su ideal agrario es la
catastrófica política de tierras de Zimbabue. Una eventual llegada suya al
poder, y sobre todo una larga permanencia allí, serían un desastre.
Sudáfrica estaba tan fracturada que ni
siquiera un personaje de la estatura de Mandela podía hacer milagros. La
democracia es una semilla de germinación lenta, y tras veinte años del ANC en
el poder, el país dista de ser un paraíso: hay violencia, alto desempleo, corrupción
rampante, crimen y una serie de conflictos larvados. Ha sido en extremo difícil
reducir la desigualdad, tanto en materia de riqueza como de posesión de la
tierra, y la nueva clase dirigente negra es mucho menos que ejemplar. Sin
embargo, el progreso de las mayorías es notable y se evitó el salto al vacío de
la guerra civil.
Vistos a la luz de Mandela, nuestros
revolucionarios latinoamericanos salen muy mal parados. Los Castro y los Chávez
de este mundo, además de empobrecer y defraudar a sus compatriotas, fomentan el
odio y la división. Se consideran indispensables; Mandela no.
Por eso, porque tenía una pulsión
institucional y una vocación democrática, no se reeligió. Sabía que era mejor
que después de él llegaran enanos políticos sucesivos, no un solo enano matón
con mando de por vida.
Hay testarudos a los que les fastidia la idea
de que el poder es para ejercerlo con moderación y respeto, no a las patadas.
Dicen admirar a Mandela, pero se desentienden de lo mejor de su legado.
andreshoyos@elmalpensante.com
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