Sorna,
indignación y una especie de generalizado sentimiento de superioridad ha
despertado el anuncio de Maduro en relación con el Viceministerio de la Suprema
Felicidad del Pueblo Venezolano, o algo así.
Y
es natural que así sea. Ya desde el nombre del nuevo mamotreto burocrático, con
esa retórica estúpida y evidentemente inspirada en el anciano mundo soviético,
mueve a la risa. Indigna, porque se sabe que el nuevo tinglado será cocina para
grandes guisos; sumidero por donde se irán inmensas sumas que el devaluado país
necesita para tantas obras y reparaciones; mampara propagandística para un
régimen sustentado en la mentira y la opacidad.
Y despierta una suerte de
satisfacción íntima, porque todo el mundo se siente menos idiota que Maduro y
definitivamente menos cursi (lo que implica una mejor formación y ese pudor que
viene con la educación); todo el mundo se cree capaz de albergar mejores ideas,
de establecer un sistema de prioridades mucho más realista y, definitivamente,
poseedor de una seriedad y una conexión de realidad que le impedirían concebir
esa idea de jeva, que es un despacho tal.
Todo
esto se sustenta en el hecho de que, para muchos observadores, la felicidad es
algo que no puede decretarse, entre otras cosas, porque no significa lo mismo
para todos; porque está sujeta a incontables imponderables; porque,
paradójicamente, cuanto más quiere apresarse más elusiva se vuelve; porque
depende de un delicado equilibrio que varía con las épocas (lo que ayer te
hacía feliz, hoy te deja indiferente y mañana podría incluso irritarte); y
porque reviste una condición imprescindible: solo se da en libertad.
Lo
sorprendente es que esas personas, que están tan correctamente persuadidas de
que la felicidad solo puede existir en ausencia de controles, aceptan con la
mayor sumisión la tesis según la cual la felicidad de los pueblos tiene, como
condición primordial, la vigilancia de la economía. Los mismos que se ríen ante
la mención de que la felicidad puede ser planificada por un gobierno, admiten
mansamente que la producción, el mercado y los precios pueden ser diseñados por
un gobierno. Esos que califican a Maduro de demagogo y populista, tienen
décadas diciendo que el gobierno es responsable de las necesidades de la
sociedad y, por tanto, de él deben derivar empleo, producción de bienes y
servicios y, en suma, un marco de regulaciones que constriña toda actividad
económica.
Es
más fácil hacer feliz a una comunidad (dispersando una sustancia de efecto tal
en el acueducto, por ejemplo), que traer prosperidad y oportunidades mediante
controles a la economía, que, finalmente, se rige por las condiciones que antes
expusimos sobre la felicidad. Y, sin embargo, todos los partidos políticos,
todos los discursos de todos los candidatos, en el pasado y en el presente, se
cimientan en la promesa absurda de mejorar la economía… poniéndole algún tipo
de torniquete.
Venezuela
nunca ha tenido una economía libre. Jamás ha habido un verdadero capitalismo en
Venezuela. La verdad es que todas las generaciones han procurado regímenes de
controles económicos en diversos grados. Y siempre, pero siempre, han resultado
negativos. Los logros económicos que el país tuvo en el pasado se debieron al
enorme impulso que supone el petróleo, no hay duda; pero, a lo que voy, a que
la economía supo colarse por los intersticios de las diversas formas de
estrangulación de las libertades. Es decir, a pesar de la planificación.
Ahora,
cuando los controles han llegado a dimensiones solo comparables con el desastre
que han acarreado, los venezolanos deberíamos tener suficiente constatación de
que los controles no traen más que pobreza, desabastecimiento, devaluación,
desempleo, corrupción, desigualdad y falta de oportunidades.
Deberíamos,
pues, reírnos a carcajadas, indignarnos y mirar por encima del hombro a quien
sugiriera que la producción y la economía se estimulan poniéndoles alcabalas.
Una concepción tan disparatada como la ocurrencia de hacer feliz a un colectivo
desde una oficina con un nombre sacado del costurero de Kim Il-sun.
Pero
lo cierto es que los mismos que se burlan de Maduro, por su dislate de imponer
la felicidad a palos, aceptan sin mayor examen la propuesta de Henrique
Capriles Radonski, por ejemplo, que suspende los alicates políticos, pero
prolonga los económicos. Y donde diga “Hugo Chávez”, él rebautizará “Simón
Bolívar”. Como si fuera concebible algo auspicioso a partir de una misión
social.
Si
me quedara algún ánimo libre de angustia, me reiría de todo eso.
socorromilagros@gmail.com
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