Es común en el mundo de la política que se anuncien cada cierto tiempo
advertencias a cerca de su estado de salud. Es recurrente tal preocupación
cuando los electores no asisten a los procesos sufrágales, cuando los sondeos
de opinión revelan poco entusiasmo de los ciudadanos por los acontecimientos
políticos de una determinado país.
En cualquier caso, siempre la alarma la
prenden los ciudadanos; una apatía en grado superlativo de la gente respecto de
los procesos políticos dispara de inmediato sesudas y reflexivas
interpretaciones que intentan dar respuesta al desinterés colectivo por la
política.
El catedrático español Fernando Vallespín intentó dar respuesta a estos
eventos que a su juicio no tienen que ver con las tediosas sesiones
parlamentarias y mucho menos con algún signo de salud democrática. Ha señalado
que lo que se observa tiene que ver con “una crisis del Estado en su capacidad
de dirección y de integración normativa y simbólica, así como en un cansancio y
desorientación de la política democrática misma.”
Claro, no discutimos con Vallespín su hipótesis, pero agregaríamos que
si el politólogo español dirigiera su vista a estas latitudes encontraría
nuevos elementos que seguramente permitiría añadir un nuevo capítulo a “El futuro de la política.”
Venezuela es un país cuyo anterior presidente se dio el lujo de acabar
con el aparato productivo y de impulsar una política económica que coloca la
inflación en una de las más alta del mundo. Habría que incorporar, igualmente,
la paulatina y peligrosa pérdida de las reservas internacionales.
La crisis del
país ha adquirido tal magnitud que los responsables de dar la cara a los
ciudadanos optan por el engaño y por la promesa mágico-ideológica que luego, y de
nuevo, no será cumplida.
La política venezolana está en crisis fundamentalmente por la muy
particular irresponsabilidad de como el equipo de gobierno lleva adelante los
asuntos públicos, esto es, lo que atañe a todos los ciudadanos residenciados en
este país.
Los venezolanos se están agrediendo unos a otros y no por diferencias
ideológicas. No hay un campo de batalla entre derechas e izquierdas. No son
comunistas contra liberales, tampoco socialistas agrediendo socialdemócratas ni
psuvistas contra progresistas, los que se lanzan trompadas. Son los venezolanos
que independientemente de su postura política, luego de deambular entre
distintos expendidos de alimentos con sus largas horas de cola, se lían a
golpes por un pote de leche o un paquete de harina precocida. Esta es la
verdadera guerra civil que ha sembrado el gobierno: la pelea por los bienes
esenciales que no es capaz de garantizar algo que llaman: Plan de soberanía
alimentaria.
Ante semejante panorama al designado presidente no se le ocurrió otra cosa
más espectacular que anunciarle al país un gran descubrimiento: la imagen del
fallecido líder supremo esculpida –nos imaginamos- en algún túnel donde Maduro
hacía las veces de presidente.
Estas ocurrencias revelan el nivel de desprecio que siente la jerarquía
roja por el pueblo venezolano. Maduro le dice al país, a sus ciudadanos, a
esos que buscan estirar su salario para
poder acceder a parte de la canasta básica, que se entretengan y sobrevivan en
un país en el cual el expresidente anda “penando” por cualquier rincón, y,
quien hace las veces de aquel, anunciando sus visiones; bien de imágenes o
pajaritos que le revolotean en la cabeza.
La crisis en Venezuela no es de la política sino de quienes dicen hacer
política. Es la crisis de quienes no saben ejercer la función pública, pero
también de una dirigencia cuya relación con la sociedad discrepa de ser moral.
El día en que la dirigencia del país deje de preocuparse por el Ánima de
Pica Pica y de cuanto aparecido se le
antoje, la política adquirirá el papel que le
corresponde en la vida pública y el pueblo podrá recibir las bondades de
un buen gobierno.
@leomoralesP
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