SEGUNDA EDICIÓN DE OBRAS ESCOGIDAS DE FRANCISCO ALARCÓN
FRANCISCO EN LA POESÍA
Américo Martín
El soneto tiene raíces flamencas y florentinas.
Petrarca lo dimensionó en toda Europa y
el gran Garcilaso de las letras hispanas, lo aclimató en la Península. Seguidor
de Petrarca” , para decirlo con palabras de Frank Sinatra: “a su manera”, nunca fue un escritor oculto
en la biblioteca. Fue un hombre de acción. Era un tipo muy especial: un excelso
poeta, un combatiente espada en mano, un galán, un buen cortesano, tocaba
instrumentos musicales, y si recordamos a la casada portuguesa Isabel Freyre,
era “idealmente bígamo”, como se autocalificaba un amigo mío por rechazar a
quienes lo tildaban de infiel y mujeriego.
Esos papeles varios, sin perturbarse unos a
otros, se correspondían con el modelo del Renacimiento, recogido en Il Cortesano de Baldasare Castiglione,
una obra realmente importante y aun hoy para leerse con agrado. Garcilaso le
pidió a su amigo de sangre Boscán, que la vertiera al Castellano.
Los últimos poetas guerreros fueron los del
Romanticismo. No necesito recordar a Byron peleando por la independencia de
Grecia, o al gran tuerto Luis de Camoes, ni a otros que sería largo enumerar.
¿Qué tienen de común con Francisco Alarcón, mi
primo biológicamente poeta y ya diré por qué?
Lo primero es que Francisco nació a la poesía
cabalgando sonetos. Cuando se le preguntaba la razón de ello, decía reconocer
la influencia de Shakespeare, poeta universal y de riqueza infinita pero con
sonetos formalmente no muy cuidados, y de Zorrilla, no especialmente bueno en
contenido pero de una perfección insuperada en la forma. Digamos: la
profundidad del bardo de Stratford upon Avon ensamblada a la perfección formal
del aeda de Valladolíd.
A mí en cambio me parece que Francisco tiene
fuerte presencia del siglo de oro español, y por eso comencé hablando de Garcilaso,
precursor insigne de la floración que va de Lope a Calderón, de Quevedo a
Góngora y el centro luminoso, Cervantes.
En su etapa de sonetos –por cierto bien lograda-
brillan hermosos versos salpicados de buen humor pero con retazos de dolor. Con
el tiempo, las amarguras, las terribles rupturas, la casi morbosa renuencia al
contacto de multitudes lo relacionó con los demás en forma a ratos brusca, pero
su calidad poética subió de grado. Sin renegar del soneto y la rima asonantada,
flexibilizó el verso, se desafilió de los metros castellanos y comenzó a bucear
en honduras, temores y fantasmas. Fue también era de retos. Dios, el diablo, la
muerte florecieron en su expresión, balanceados con su amorosa descripción de
las mujeres. Blasfemo pero devoto, se amistó peligrosamente con la muerte sin
sucumbir a ella porque se asió férreamente a la poesía.
Francisco siguió en carrera por los meandros de
la literatura. Decidió mirarse a sí mismo en forma parecida a como lo hace en
sus Hojas de Hierba Walt Whitman. Pero Whitman es la voz de una civilización
que surge de la tierra y los lagos, con líquenes en el pelo. Francisco en
cambio va hacia sí mismo en forma desgarrada, empujado por las decepciones y
adversidades que ni comprende ni desentraña.
¿Qué viene después? ¿Adónde irá ahora? Ni él lo
sabrá, porque los momentos de Francisco no son pensados, ni siquiera intuidos.
Solo aparecen. Acabo de leer una reflexión del fallecido Álvaro Mutis que puede
aplicársele. La palabra poética de Mutis era para él un parto doloroso, una luz
casi mortífera. En esa misma tónica, ya Francisco no no podrá dar sus pasos
sino en la forma como los ha dado: como una entrega dolorosa, extrema, total,
integral.
Por eso, por esa manera de darse a su obra es
que definí a Francisco como un centauro. Alma y cuerpo, soma y psique, caricia
y puñal, animal y hombre. Todo eso se descubre en cualquiera de las etapas de
su hacer poético. Entre sus versos y él no hay solución de continuidad, todo es
una misma sustancia.
Nuestro centauro reproduce sin proponérselo
vestigios de Garcilaso o de Camoes: poeta y guerrero, guerrero y poeta, pero
también del amigo del diablo, Baudelaire, con la atenuante de que más amigo es
de Dios.
Con Rimbaud, Francisco podría gritar: ¡vivimos
en el tiempo de los asesinos!
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