Es
una torta con todos sus ingredientes. La está poniendo Maduro, cuyo logro
distintivo es haber reducido el legado de Chávez a una velocidad trepidante.
Las bases revolucionarias están crujiendo. Entre ellas crece la exasperación y
el desafecto. Si el comandante tuvo una relación “místico-religiosa” con el
pueblo, la de su “ungido” está signada por el desencanto y la vergüenza.
El
país bolivariano, junto al resto de la sociedad, se pregunta qué fue lo que
Chávez vio en esa figura errática a quien le encargó el destino de Venezuela.
El “presidente eterno”, dicen, ha debido estar muy mal cuando adoptó la
decisión: seguramente se equivocó en su buena fe; o tal vez lo engañaron con
artilugios que no pudo sofocar por causa de la debilidad que lo afectó en sus
últimos días.
Los
viejos chavistas -negados con furia a reconocerse como maduristas, lo que ya es
mucho- se ufanaban de contar con un líder como el comandante: a él le atribuían
dones inequiparables. Eran los tiempos en que el oficialismo se mofaba de la
dirigencia opositora porque ninguno de sus exponentes calzaba la talla del
“supremo”. A todos se les trataba con envalentonada socarronería; como a
“moscas” minusválidas ante la majestuosa superioridad del águila reina.
Al
“eterno” se le admiraba de un modo frenético; se le consideraba único y
excepcional. Su corte de seguidores hablaba de Chávez con vanidad y pedantería.
Con Maduro, en cambio, todo es diferente: lo que él genera es exactamente lo
contrario: una pena ajena, un trágame tierra de incredulidad, una adolorida
turbación que proyecta seis años largos e insoportables… Poco a poco el país
consigue unirse: lo une el lamento, la sensación compartida de agonía y la
certeza creciente de que “esto no puede seguir así”.
Las
bases del chavismo crepitan de descontento y sus ecos amenazan con reventar al
PSUV y al Gran Polo Patriótico, donde -lejos de las cámaras y de las luces-
arde la impotencia y el pasmo. Maduro es el malquerido del bolero. La
representación de una extravagancia insustentable.
No,
“el heredero” no está siendo subestimado. La verdad es que no inspira afecto ni
autoridad entre los suyos, que, a diferencia del país opositor -blanco de una
ruda represión continuada-, no le temen al gobierno ni a sus fuerzas de choque.
Para ellos, el “proceso” ha significado libertad y emancipación, y la violencia
con la cual se ha neutralizado a los adversarios del régimen, no los inhibirá
de actuar cuando se haya agotado su paciencia. Para ese pueblo bolivariano la
crisis no es una bendición, sino la certificación de que las cosas van mal y
van incrementándose los motivos para decir “Maduro, go home”. Al fin y al cabo,
también de eso se trata el empoderamiento.
@Argeliarios
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