martes, 10 de septiembre de 2013

LUIS GARCÍA MORA, AL LÍMITE: ¡AH, CARAMBA! NO HAY SODA (O “EL APAGÓN DEL MARTES

El gigantesco apagón del martes que paralizó a las tres cuartas partes del país, al menos para este periodista de 69 años, hizo palpar el colapso.

Y aceptar, contra todo pronóstico mental de venezolano acostumbrado (como todos) a banalizar cualquier gravedad, que alguna visión de esas apocalípticas hollywoodenses puede materializarse en este país en cualquier instante.

Sí. El desconcierto total que sentí ante el amontonamiento de vehículos frente a la Torre La Previsora, los ascensores bloqueados y la parálisis de las redes subterráneas del Metro, con sus bocas vomitando gente confundida y despavorida, me hizo palpar por un instante la detención de todo como una tangible posibilidad.

Olvídense de imaginar, en medio de aquel impacto psicológico, que lo que acababa de detener por unas horas la vida nacional era el manejo inadecuado de una malla protectora de una tal Torre 6 de transmisión eléctrica, por allá por el estado Bolívar, aledaña a un podrido vertedero de basura que a nadie, absolutamente a nadie, del Gobierno se le había ocurrido clausurar.

“Desidia”, diría luego mi malhumorado colega Ramón Hernández.

Es decir: pereza. Antiparabolismo. Negligencia. Ociosidad.

O corrupción franca y triste. Del cuerpo. Del espíritu.

El arrasamiento de esta Tierra de Nadie, que se ha quedado acorralada en el tiempo y el espacio por la confrontación pequeña (ideológica) de un nacionalista populismo ramplón. El arrastramiento caprichoso de una nación a esta especie de “Estado de guerra” imaginario aunque catastrófico, por unas mentes maleducadas y sin vigor, para quienes el peligro real no es el económico o el alimentario o el eléctrico, sino una hecatombe electoral que los vea apartados de sopetón del poder.

Sin embargo, a las doce del mediodía de este martes (que, como en la película, todos vivimos peligrosamente) no terminábamos de echar un vistazo en el taxi al Informe Global del Foro Económico Mundial que coloca esto en lo que se ha convertido Venezuela en el lugar 134 de 148 países, como el país menos competitivo de la región. Además, después de hundir el escarpelo investigador en el organismo de este campamento revolucionario, el referido informe describe, de una manera tan minuciosa que da pavor, la realidad de un área de 912.050 kilómetros cuadrados, azolada por una estranguladora inflación, un alto déficit público de 18,9 puntos del PIB, las instituciones más débiles del continente, un pésimo nivel de eficiencia y una destructiva corrupción sin límites.

Es un informe, frío, desalentador, sobre un país donde el desvío de los fondos públicos y el despilfarro corren impunes, donde reina la desconfianza política por la falta de transparencia gubernamental y por la ausencia de independencia judicial que trastorna todo el funcionamiento de la vida pública. Un país con un alto costo para los negocios por los altos niveles delictivos y de violencia, sumados a la desconfianza en los servicios policiales.

“¡Gol!”, grita en mi mente la fanaticada enfebrecida roja rojita, mientras el taxi no termina de moverse.

Y, uno, miserable átomo de carbono caraqueño atrapado en el vacío descomunal de esta atonía de las doce y cuarenta, no termina de sacudirse de la mente esa frase particular que lo ha impactado: Que el país carece de capacidad para atraer y retener talentos.

Que la mitad de mis hijos se ha marchado y que la otra se plantea huir despavorida.

“¿Quién manda?”, me pregunto entonces. ¿Quién gobierna este desbarajuste existencial?

 ¿Quién se responsabiliza de este atraso generalizado?

Y es entonces cuando de la radio del automóvil del taxista, sin previo aviso ni evaluación (evaluación entendida como proceso sistemático y continuo que diseña, obtiene y proporciona continuamente información científicamente válida, confiable y útil para la toma de decisiones), surge la voz inconfundible de un Maduro atosigado y urgido, que me dice desde el fondo de esta paraplejia nacional, que está en marcha la “Operación Tic-tac”.

Sí. Como si nos acabaran de invadir los extraterrestres.

Por supuesto, el taxista de mente veloz inmediatamente descubre como Poirot que un brujo brasileño, Reinaldo Dos Santos, que según predijo la catástrofe de las Torres Gemelas, es el cerebro, pues el domingo habría hablado del futuro incierto del presidente Maduro haciendo alusión a un supuesto Tic-tac.

Vaya.

No hay semáforos, nos estamos encaramando con los vehículos unos sobre los otros en esta esquina y una vaina adentro nos está haciendo Tic-tac. O no: es un complot de la derecha maldita. ¿Una vaina seria llevada a jodedera? No, no es una iguana ni el fenómeno de El Niño, ni un magnicidio, o un hueco.

No, no un país: una joda.

Antes acabábamos de oír en la misma radio que las clínicas sólo disponen de inventarios para cubrir ocho semanas, como si hubiera estallado aquí la Primera o la Segunda Guerra Mundial, y que los repuestos para aparatos de alta tecnología no llegan. Que están suspendidas las citas para hemodiálisis en las clínicas. Que no hay medicinas en las farmacias. Que se posponen las cirugías menos urgentes.

Es más: que en Coro operan con un equipo prestado.

Eso sin meter el dedo en el resto de la vida cotidiana: no hay leche, no hay papel para imprimir, no hay repuestos para vehículos. Y pare usted de contar.

Se trata de demasiadas contradicciones. En un instante le rompen a uno sus capacidades asociativas. Se trata de un verdadero blackout.

Y (hay que aceptarlo, porque es una idea que se abre paso en nuestra mente en medio del caos) se trata de esconder un fracaso que no advertimos completamente sino luego. Pues en ese momento se desataba una carrera contrarreloj para regresar lo más pronto posible a nuestras casas. Y lo logramos.

Finalmente logramos atravesar la ciudad. Que metafóricamente es como atravesar una crisis económica como la actual. Una que no recordamos igual quizá desde aquel aciago Viernes Negro o más cerca aún, desde aquella crisis bancaria de 1994, con su peo pre y post que cambió nuestra historia económica.

Pero ésta no es tan difícil de interiorizar, porque la economía es expectativas. “Voy a ganar más, voy a comprar una casa, voy a encontrar un trabajo”. Y como lo sabe cualquiera, si las expectativas se quiebran y se acrecienta el costo social, el efecto es devastador.

Porque la política es ilusión y esperanza.

Que un dólar alto esté (digamos) en 40 tiene un impacto demoledor en el colectivo. La gente sabe que esto es pasar aceite en el corto, mediano y largo plazo. Y que ya no hay quien saque conejos de la manga. Ni con Operaciones Tic-tac, ni Estados mayores para la Salud, ni un estado Mayor Eléctrico ni un estado Mayor Anti Corrupción o Anti Caos.

Estas respuestas fantasiosas y nominales, que sólo venden percepciones y expectativas, no funcionan ya. Paja. Uno solo quiere llegar a casa. Cambiar o que le cambien de país (o el país) y que cese –ahora, de inmediato– esta retórica en la que se acoquinan los golpes: el económico, el sanitario, el hospitalario, el educacional, el delictivo, el magnicida, el eléctrico…

Y que le permitan llegar a uno a su apartamento, sin estar seguros de poder soportarlo más.

Con decir que ya hasta los escritos de José Vicente (hablo del columnista gubernamental que yo más he respetado en todos mis años de carrera profesional) se nos asemejan a los partes de una junta militar de gobierno.

Por eso uno se pregunta: ¿Qué pasa? ¿Cuándo comenzará en este país la catarsis? ¿Repetirá esta nueva dirección “revolucionaria” la misma estrategia suicida de  de AD y Copei en los años 90, de la cual únicamente Ramos Allup y Eduardo aún respiran, de no rectifico y no me voy? ¿Del yo me caigo y me traigo conmigo el techo?

Uhm. Creo que mejor me sirvo un whisky.

(¡Ah, caramba! No hay soda)

(Ni Cráteres)

Luis Garcia Mora
@LuisGarciaMora

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