Venezuela es un espejo roto que se esparce
sobre una geografía inconclusa. Sobre ella pastamos sin sentido de pertenencia
u orientación. No existe destino colectivo a la vista; norte mínimo común.
Hay
reflejos que se asoman por aquí o por allá; estímulos y respuestas que se
producen bajo la dieta de un exiguo mercado espiritual que obliga simplemente a
sobrevivir. Así, sin ruta común, deambulamos por la cuneta de una autopista
inexistente. Cada quien, a su forma, satisface los más íntimos apremios sin vocación
expresa en un silencio de desesperanza. Mas en el fondo bulle una voz que aún
no encuentra horizonte. Es un rumor casi sordo, pertinaz y creciente, que
todavía balbucea sin convertirse en torrente de voz. Así andamos, en íntimo
ladrido, aullándole a la luna.
Y no es que seamos así por fuerza del
destino. Está visto que un solo hombre que no encuentra quien le diga que no,
es capaz de cualquier tropelía. Un solo dedo, de ese solo hombre, puede pulsar
el botón capaz de acabar con la faz de la tierra. Sin freno, desbocado como un
potro sin bridas, puede convertir en infierno la vida diaria de cada quien. Y
esto no es cuento chino, a las pruebas cercanas me consigno.
Esta impresión que tengo ha sido posible en
nuestro caso por la conjunción especialísima de múltiples circunstancias.
Primero que nada porque somos un territorio sin ciudadanos, sin instituciones y
sin derecho. ¿Alguna vez lo anduvimos? Y si lo fuimos, qué pronto dejamos de
serlo. Porque no puede ser que por las buenas, así no más y de la noche a la
mañana, hayamos echado por la borda lo que tanto nos costó, suponíamos,
construir. ¿Era no más un friso entonces, la mano de pintura decembrina, un
encuadernamiento, carpeta en la cual se escondía esto que volvemos a ser, es
decir incultos, sumisos y desorientados?
Pero no es ese el país que escogí ser. ¡Qué
vaina! Ese no es el destino que me debo, que requiero para los míos y para los
demás, vidriero roto flotando sobre un mar de petróleo. Este es no es el límite
perentorio que insisten en imponer los que se pillaron el país como si de caja
registradora que no emite recibos se tratara. Estamos apremiados de horizonte
común, de camino, de compartir las cargas que dejará este crimen que ya dura
tantos años, que deben ser contados por la memoria de nuestra historia, segundo
a segundo, para que no se olviden.
A pesar, en lo que no debemos desfallecer es
en comunicar la ilusión que nos queda en la política. Que es a través de ella,
con ella, por ella, que podemos cambiar la realidad. Que la política no es vara
mágica pero sí punto de apoyo para mover
el mundo, abrir una ruta, sudar una esperanza. Por eso Venezuela requiere de
mujeres y hombres que sean país; líderes, ciudadanos, amas de casa, gente con
alma constructora, luchadores de barrio, jugadores de trompo o de chapita, que
en cada rincón de esta locura siembren un corazón más que petróleo. De eso se
trata, de educar para el alma que es un horizonte desmedido.
leandro.area@gmail.com
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