(Celebrando un siglo de su presencia en
Venezuela)
Mi colegio fue uno sólo. Suerte de orgullo.
El Colegio de La Salle. No sé si decir segunda casa cuando en verdad fue la
primera. Una pasión. Todo le debo, hasta el caminado se sabe desde lejos. Las
huellas que me dejó, que son imborrables, no las cambio por casi nada.
Su
física estructura, sus Hermanos Cristianos, los maestros laicos, las monjas, el
personal de apoyo, condiscípulos y alumnos. En verdad que no tengo cómo pagar
tanto don recibido. Nunca vi nada malo más allá de las rubieras subterráneas de
las que yo formaba parte. Letra, lectura, voz con que decir, cantar y hacer
teatro. Música, orfeón, orquestina, aguinaldos, deportes, política, juegos,
competencia, sed de triunfo, organización, respeto por el vencido, júbilo al
ganar.
Colegio de varones que se llevaba la cuarta
parte de las entradas económicas de la casa. Un lujo hecho de sacrificios y
detalles estrictos. Mi colegio me hizo, me enseñó a estar y a ser. Buena parte
de lo que llevo encima se lo debo. Así, busco en las fotos de esa época que de
tan amada parece más lejana y veo como fui, cómo era, cómo vamos cambiando y
acercándonos al extraño que somos. Mi colegio es una raíz inagotable y
profunda, tanto que cuando sueño que vuelo, siempre tengo al colegio como
espacio visible y me veo correr entre la multitud que íbamos a ser y observo al
Hermano Luis, de manos cruzadas a la espalda, vigilando calvo y sabio a sus
hijos íntimos. Fue él quien me alentó a entrar a la catequesis y no sé cómo
logré dar mi clase sobre la existencia de Dios, a los diez años, a unos
párvulos del Colegio O’Higgins, allá por San José, cerca del mercado de las
flores, de la esquina de San Luis hacia arriba, aquí en Caracas. Horror y miedo
que sentía frente a la perplejidad de aquellos querubines y de los maestros que
se asomaban para verme decir lo que decía, que jamás llegaré a recordar.
En sus aulas aprendí el sentido de la
democracia, el respetar a los demás, la preocupación por el país, por los
pobres, por Dios, por la excelencia en el estudio, el sudor del deporte, la sangre
de la música, la música, la música. Cuando puedo regreso y siento una distante
lejanía. “¿A dónde se dirige usted ciudadano?”
Ya no soy el mismo, cambié. “Nunca regreses
donde fuiste feliz”. Y eso lo digo porque voy con inmadurez, qué bueno, como si
estuviera entrando de verdad al colegio, a la vida, y piso la misma estrella y
toco idénticos rincones que la cábala de esos días obligaba a cumplir como un
ritual de tribu. Allí me siento parte de algo, experimento fe, orgullo,
rebeldía, sangre azul para amar, amigos, cofradía, ambiente de gol, de
barajitas, la tengo, la tengo, no la tengo. Allí siento calores de pubertad, de
sueños, de pecado inconcluso y confesión perpetua, guía, cobijo, monaguillo,
comunión, orden amable, incienso, rigor sano, maestros a los que debo mis
alumnos y ellos deben también sin entenderlo. El colegio es eterno como los
helados, los circos o las barberías, uno no, ¡qué lástima!
leandro.area@gmail.com
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