Lo
que pasa es que seguimos en medio de ese tsunami llamado transición. Aunque los
productores del espectáculo han creído que con mantener la escenografía y
discretos cambios de elenco podían mantener la ilusión de continuidad, la
experiencia de todos los días afirma lo contrario.
La camarilla en el poder ha
podido escamotear la temida palabra de la conciencia pública, aunque su plan
operativo sea precisamente transitar, ir hacia otra cosa que ya no puede ser la
misma que cuando mandaba Chávez.
Queda
claro hoy que los años de Chávez terminaron en una especie de status quo cuya
liquidación comienza el 14 de abril, cuando la posibilidad real de ser
sustituidos en el poder obliga a un cambio quizás improvisado- de reglas de
juego.
En
el antiguo status quo, el pluralismo político tenía un cierto lugar, siempre
que no amenazara existencialmente a la gigantesca masa de poder acumulada por
la persona del presidente. Chávez reunía el poder político, el poder
institucional a través del control del aparato burocrático y de la economía, y
añadía eso que suele llamarse los poderes fácticos, habiéndose diseñado una
corte, en el sentido absolutista de la palabra, desde donde irradiaban
privilegios y castigos para los distintos intereses particulares.
En
esta transición las reglas no están ni siquiera tácitas. No hay, en realidad.
El problema estratégico para el gobierno es construir un sistema en el que su
poder no pueda verse amenazado, es decir, para gobernar como minoría tiránica,
cuando ya no puede funcionar con absoluta seguridad como mayoría electoral.
Pero no está claro si puede seguir las fórmulas históricamente disponibles para
ello, que tampoco son tantas.
Las
transiciones soviéticas, o la cubana (me refiero a la remoción de Fidel
Castro), ocurren exitosamente bajo condiciones que Venezuela no tiene hoy: unas
economías espantosas pero estables.
El
caso Gorbachov es la prueba negativa de eso: aunque no pretendía tocar el
sistema soviético, las tímidas reformas políticas que impulsó desencadenaron la
avalancha, porque la promesa de una mínima calidad de vida ya era insostenible.
Hoy
el régimen está bajo una serie hasta ahora desconocida de restricciones
ocasionadas por el mismo modelo económico que antes le producía tantos
beneficios, cuando sus perversiones e ineficiencias podían ocultarse con
petróleo y "muela" del jefe. El dilema es claro: o se abre la
economía o la crisis se profundiza.
Pero
precisamente, pluralizar la economía contradice la voluntad de poder tiránico.
Una economía menos monopólica genera oportunidades para el pluralismo político,
obviamente.
Pero
la oposición tiene que construir una política para que esta transición nos
ponga en el camino de la recuperación de la democracia y de la sanidad
económica. Las viejas reglas desaparecieron y las señales del régimen son
simples y terribles: represión y persecución para impedir el crecimiento de la
alternativa, militarización, distribución focalizada de privilegios en medio de
más penuria generalizada, y censura en serio.
Hay
que hacer política en un escenario inédito. ¿Qué significa eso? Interpelar a la
gente, dialogar, persuadir y organizar para la acción. Para distintos tipos de
acción: electoral, denunciativa, pero sobre todo defensiva y afirmativa frente
a la destrucción moral e institucional. Aquella incomodidad colectiva ante la
arbitrariedad y la indecencia, que antes podía justificarse con la sensación de
que era el precio de una mejoría en la capacidad de consumo (o con el discurso
identitario del hombre nuevo), es ahora la materia prima de la indignación y
así, del cambio político.
Otra
vez es la dura hora de la política de verdad, como en 1936 y en 1958.
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