Los
30 Dioses de la guerra de la mitología griega y la mitología romana (y quizá la
docena de egipcios) se han confabulado, por lo visto, para colocar al
Presidente Barack Obama en el lugar en el que estaba George Bush en 2003 poco
antes de iniciar la guerra contra Irak que el entonces senador estatal de
Illinois y futuro senador nacional anatematizó con calificativos implacables.
Bashar al-Asad |
Como
ocurría entonces con Hussein, Asad encarna hoy al enemigo de la civilización y
ha utilizado gases venenosos contra su propio pueblo. Como entonces Bush, Obama
tiene hoy ciertos aliados para un eventual bombardeo contra Siria, sólo que son
algunos de los que entonces se oponían con más denuedo a la intervención, como
Francia, Turquía y la Liga Arabe. Como sucedía en aquel momento, las armas de
destrucción masiva son hoy manzana de la discordia y, al igual que en 2003,
ahora no existe una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que respalde
la intervención a la que se siente inclinado el presidente norteamericano.
Símbolo internacional de arma química. |
Ninguna
de las 16 resoluciones que Hussein había ninguneado autorizaban dicho ataque,
ni lo hizo la decimoséptima y última resolución, la famosa 1441, que daba algo
así como una última oportunidad al tirano. Como sucedía en vísperas de la
invasión de la Antigua Mesopotamia, no hay hoy día un escenario doméstico unido
detrás del eventual acto de guerra. Excepto que -como ocurre con las alianzas
internacionales- las cosas están también al revés, pues el escepticismo cunde con
mayor intensidad entre los republicanos que entre los demócratas, otrora
opuestos en número significativo a meterse (y después a seguir) en ese
conflicto.
Pero
lo que sí había en Bush y no hay en Obama era ese “fuego en el estómago” del
que habló en un ensayo por primera vez Robert Louis Stevenson y que describe
hoy, en la política anglosajona, la determinación de luchar por algo que se
cree justo o necesario. Tan es así que Bush quería una invasión y Obama apenas
lo que se conoce como un bombardeo “quirúrgico” o limitado, según los civiles y
militares han dicho a la prensa tras bambalinas esta semana para aplacar a
quienes conjeturan que será el inicio de otra aventura traumática de un billón
de dólares.
Aunque
todo parece muy precipitado desde que Asad empleó gases tóxicos contra la
provincia de Ghouta (¿hay duda de que sólo él posee la capacidad para un ataque
de esa naturaleza y a semejante escala en dicho país?), lo cierto es que el
mandatario y los miembros del Consejo de Seguridad Nacional tienen desde hace
rato en su despacho un informe con opciones de iniciativa bélica.
El Jefe del
Estado Mayor Conjunto, el general Martin Dempsey, ha propuesto en meses
recientes a Obama estas cinco posibilidades: 1) Un plan de entrenamiento y
asistencia a la oposición. 2) Un bombardeo a distancia y limitado. 3) La
creación de una zona de exclusión aérea. 4) La creación de tampones para
proteger territorios vecinos. 5) El control físico de las armas químicas.
Hasta
ahora, a pesar de los cien mil muertos en dos años y medio de conflicto,
Estados Unidos ha evitado todas las opciones. Con la excepción parcial de la
primera (en la actualidad se reparte ayuda humanitaria, se provee asistencia a
los vecinos y se hace entrega de ayuda no letal a la oposición), todos los que
implican una intervención directa han sido dejados de lado. Esto incluye a la
opción que ahora se baraja: el bombardeo a distancia y limitado, cuyo
precedente es el que ordenó Clinton en 1998 contra Irak.
Al
mismo tiempo, la diplomacia, léase John Kerry, Susan Rice (Consejera para la
Seguridad Nacional) y Samantha Power (embajadora ante la ONU), prepara las
opciones que tendría Obama con respecto a posibles aliados. Los tres, como
antes Hillary Clinton, se inclinan desde hace mucho rato por intervenir en Siria.
Obama ha preferido hasta ahora resistir esa presión interna, como ha resistido
la presión externa de los sospechosos habituales, empezando por el senador John
McCain.
También
le han preparado el escenario jurídico, muy delicado porque en parte la capacidad
de montar una “coalición de los dispuestos” parecida a la que acompañó la
invasión a Irak depende de esto. Los diplomáticos saben que una resolución que
autorice la intervención es imposible por el veto de Rusia y China. Lo es
incluso para una autorización limitada al estilo de la que se dio en 2011 para
proteger a la población civil en Libia (y que los aliados convirtieron en una
operación distinta, es decir de cambio de régimen). No sería la primera vez que
se ataca sin una resolución: allí está la intervención de Clinton en Serbia en
1999. Desde 2005 es ya doctrina oficial en el derecho internacional la
“responsabilidad de proteger”, fórmula que se empleó en Libia hace dos años,
sólo que exige una resolución de la ONU que aquí no existe. Por más que la
Carta de la ONU autoriza el uso de la fuerza en ciertos casos, lo hace cuando
un régimen altera la paz internacional o como defensa propia. Aun así, el
equipo diplomático de Obama propone argumentos que eludan la participación de
Consejo de Seguridad, por ejemplo la violación de las convenciones contra el
uso de armas químicas y biológicas (que Siria no ha firmado, pero sí la mayoría
de países).
Todo
esto tiene el respaldo de los servicios secretos, cuya misión es suministrar
las pruebas, totales o parciales, que vinculen a Asad con las armas químicas y
otorguen a los militares la ubicación precisa de los objetivos a destruir en
caso de intervención.
Con
todo esto cuenta Obama desde hace buen tiempo. Y cuenta, además, con la
provocación abierta de Asad, que después de la amenaza que le lanzó el
mandatario estadounidense hace exactamente un año, cruzó la “línea roja” en al
menos tres ocasiones antes del ataque reciente en la provincia de Ghouta. Me
refiero a los incidentes de marzo y abril en que se empleó armas químicas y que
son la razón por la cual la ONU envió al equipo dirigido por el sueco Ake
Sellstrom.
¿Por
qué se ha resistido Obama a actuar en Siria y lo hizo, en cambio, en Libia?
¿Cómo conciliar su renuencia a actuar contra Asad con la determinación que le
puso a la arriesgadísima misión contra Bin Laden en territorio de Pakistán, el
aumento de tropas en Afganistán nada más llegar al poder o el uso, cinco veces
superior al que les dio Bush, de aviones no tripulados en distintos países del
Asia, Africa y Medio Oriente?
Obama
es hoy un Presidente a mitad de camino entre la frustración y el éxito. Todos
los casos anteriores contaban con el respaldo del adversario republicano y eran
en última instancia “vendibles” a la base demócrata, con la que tenía un
crédito amplio. Pero el “affair Snowden” ha instalado en esa base, amante de lo
que en Estados Unidos se conoce como las libertades civiles, una decepción
moral de grandes proporciones, mientras que la atonía de la recuperación
económica con el telón de fondo de un cuadro fiscal asfixiante ha envalentonado
a una oposición republicana y una comunidad conservadora que quiere su cabeza
desde el primer día. Si se tiene en cuenta lo que se viene -una nueva batalla
campal para elevar el techo de la deuda- y lo que no parece venir -la gran
reforma migratoria que constituía la meta cumbre de este segundo mandato-, es
natural que Obama tenga una idea más cauta hoy de las dimensiones reales de su
liderazgo y de la correlación de fuerzas entre él y los republicanos.
Si
Obama queda atrapado en una guerra de nunca acabar o si, optando por la más
limitada de las opciones que le ha preparado Dempsey, acaba infligiendo a Asad
un castigo menor que no invierta los términos de ese conflicto, es probable que
arruine su presidencia. Porque lo que seguirá será la explotación sin
misericordia por parte de sus enemigos, ante la pasividad o el abandono de sus
amigos, de esa derrota política. Algo a lo que hubiera podido sobrevivir en una
etapa de su gobierno que lo pillara con más oxígeno, no ahora que le queda poco
para ingresar en esa patética condición de “pato cojo” al que la democracia
estadounidense condena al presidente saliente dos años antes de su partida.
Cuando
el miércoles pasado, poco después de su vibrante discurso por el 50 aniversario
de la marcha a Washington de Martin Luther King, el Presidente Obama respondió
a una entrevistadora televisiva, ante las señales de ataque inminente que había
dado la propia Casa Blanca la víspera, que todavía no había tomado ninguna
decisión, estaba delatando su verdadero temperamento frente a Siria. Es una
guerra que no quiere librar, pero que no puede, como mandatario de la única
superpotencia, dejar de librar hipotéticamente. No, al menos, mientras Asad lo
desafíe tan frontalmente y tanto Rusia como (en menor medida) China le planten
cara descaradamente. Por eso decía en una columna reciente que Obama está
siendo empujado a “intervenir para no intervenir”, el escenario 2 en la lista
que Dempsey le tiene preparada.
El
público no es lo suficientemente consciente de hasta qué punto Siria ha
supuesto, al interior de la Administración Obama, una lucha tenaz entre
halcones y palomas. Hillary Clinton, de la que Kerry es en esto hijo adoptivo,
hizo lo imposible, ayudada por su marido, para convencer a su entonces jefe de
intervenir de alguna forma. Tenían ella y su esposo muy presente el antecedente
antes citado: Irak 1998.
En
pleno drama destitutorio, Clinton decidió bombardear Irak a la distancia, con
misiles de crucero especialmente. El argumento que dio su administración fue
que se trataba de debilitar la capacidad de Hussein de producir y almacenar
armas de destrucción masiva. Sin embargo, sólo 13 de los 100 objetivos
militares del bombardeo tuvieron que ver con eso. La mayor parte eran objetivos
militares y políticos cuya destrucción apuntaba a destruir, o a herir de
muerte, al gobierno de Hussein. Años después, en 2004, el informe Duelfer,
encargado de dar cuenta del arsenal químico y biológico de Hussein poco después
de la invasión, concluyó que muy probablemente esas armas habían sido
eliminadas en 1991. Es decir, siete años antes del bombardeo quirúrgico de
Clinton.
La
ventaja con la cuenta el Presidente Obama -de cara a la historia y de cara a la
controversia internacional desatada por la expectativa del bombardeo- es que
Asad ha usado armas químicas este mismo año en distintas ocasiones. Pero la
desventaja, frente al antecedente clintoniano, es que Estados Unidos no había
pasado por la guerra de Irak y Afganistán, la Gran Recesión, el auge y ocaso de
la “Primavera Arabe” y el renacimiento del zarismo ruso con ínfulas de guerra
fría.
Uno
tiene la sensación -o poco menos- de que Obama se sentiría sumamente agradecido
si la fuerte repulsa interna que se ha puesto de manifiesto en Francia y el
Reino Unido, la resistencia de Ban Ki-moon y un informe de los inspectores que
determinase, este fin de semana, que se han usado armas químicas pero no quién
las usó lo libraran de esta guerra en la que no tiene todavía el corazón.
avllosa@independent.org
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