domingo, 25 de agosto de 2013

JAMES NEILSON, CUANDO MUEREN LAS NACIONES, DIARIO RIO NEGRO, FUENTE TABANO INFORMA

TÁBANO INFORMA


Río Negro - 23-Ago-13 - Opinión


http://www.rionegro.com.ar/diario/cuando-mueren-las-naciones-1235987-9539-nota.aspx

Columnistas

SEGÚN LO VEO

Cuando mueren las naciones

por James Neilson

Algunas sociedades no europeas reaccionaron frente al desafío planteado por el progreso material de ciertos países occidentales adoptando sus métodos –como hicieron los japoneses– con éxito fulminante, en la segunda mitad del siglo XIX, pero otras optaron por aferrarse a sus propias tradiciones. De éstas, las más resueltas han sido las islámicas. Mientras que China, luego de un intervalo en que probó suerte con una importación occidental, el comunismo, que a juicio de muchos intelectuales era más "progresista" que las alternativas, hace poco más de treinta años eligió combinar el autoritarismo con una variante sui géneris del neoliberalismo, los países musulmanes siguen resistiéndose a cambiar. Si bien todos cuentan con minorías "modernizadoras" significantes, éstas no han logrado imponerse a los comprometidos con versiones inflexibles del islam que no quieren saber nada del desarrollo tal y como lo conciben los demás. Muchos no sólo fantasean con recrear el mundo de más de mil años antes, sino que están más que dispuestos a matar y morir a fin de hacerlo.

Desde un punto de vista filosófico, por decirlo así, puede argüirse que los islamistas tienen razón cuando critican las sociedades de matriz occidental por su hedonismo, inmoralidad, consumismo y, agregarían, vaciedad espiritual. Muchos clérigos occidentales, comenzando con el papa Francisco, y quienes comparten sus sentimientos coincidirían con los islamistas en que, a pesar de los beneficios materiales proporcionados por el progreso económico, la civilización occidental se ha empobrecido y por lo tanto no puede ser considerada superior a la de épocas anteriores. Pero, claro está, aunque es legítimo oponerse al rumbo que han emprendido aquellas sociedades, casi todas, que se han plegado a la globalización y anteponen todo a la marcha de la economía, dando la espalda a las viejas creencias religiosas, las consecuencias concretas de la resistencia islámica ya han sido atroces para muchos millones de personas y es de prever que en los años próximos se hagan cada vez peores.

Desgraciadamente para los países en que la mayoría, o una minoría despiadada, ha decidido continuar la lucha contra la influencia ajena, no es posible negarse a participar del progreso económico, tecnológico y, según los optimistas, social. Por cierto, no han logrado independizarse por completo del resto del mundo países con gobiernos teocráticos como Irán y Sudán. Tampoco lo hubiera conseguido el régimen que los islamistas de Mohamed Morsi procuraron instalar en Egipto antes de que los militares, con el apoyo entusiasta de millones de personas, pusieran fin a un experimento que era claramente destinado a fracasar.

En las décadas últimas, los interesados en temas geopolíticos se han preocupado por la aparición de "estados fallidos", como Somalia, que al resultar incapaces de gobernarse degeneraron en zonas caóticas, paupérrimas y sanguinarias, dominadas por "señores de la guerra" vinculados con delincuentes comunes. Tal y como están las cosas, en el mundo musulmán pronto podría haber más "estados fallidos": Siria, Afganistán, Pakistán y, tal vez, Egipto e Irak.

En todos estos países, el nivel de violencia sectario no deja de intensificarse. Los medios occidentales ya apenas mencionan las muertes causadas por atentados o por matanzas a menos que las bajas se cuenten por centenares. Ya no es noticia que otros cincuenta iraquíes o paquistaníes hayan muerto a manos de sus presuntos correligionarios o, como ocurre con frecuencia, a las de militantes de una secta diferente. En una inmensa región que se extiende desde el norte del África hasta Asia central, están librándose guerras civiles feroces entre sunnitas y chiitas, entre guerreros santos que sueñan con el renacer del califato y "moderados" que preferirían una forma de gobierno menos ambiciosa, entre los partidarios de un dictador determinado y quienes quisieran derrocarlo por motivos tribales o por buscar venganza por los horrores perpetrados.

Entre los más perjudicados por lo que está sucediendo están los cristianos; son blancos de una campaña de exterminación, de genocidio, que se asemeja a la sufrida por los armenios y griegos cuando hace un siglo se hundía el califato otomano. En Egipto, muchos "hermanos musulmanes", impotentes ante los militares, están desquitándose quemando iglesias –más de cincuenta fueron incendiadas en los días que siguieron a la masacre de centenares de islamistas en El Cairo y otras ciudades– y asesinando a cristianos coptos. Algo no tan distinto está sucediendo en Irak, Siria, Afganistán y Pakistán.

Con todo, los musulmanes mismos conformarán el grueso de las víctimas de la marejada de violencia que día tras día está cobrando fuerza y que amenaza con adquirir proporciones equiparables con las de los años de la Segunda Guerra Mundial. No sólo será cuestión de matanzas. Merced en buena medida a la introducción de la medicina occidental, la población de países como Egipto ha crecido tanto que para alimentarla tendrían que dotarse de sistemas económicos mucho más productivos que los tradicionales, lo que sería imposible sin un grado de estabilidad que ya parece inalcanzable. A juzgar por lo que ha pasado en Siria, un país convulsionado rodeado de campos de refugiados en que malviven al menos dos millones de hombres, mujeres y niños que han huido de la confusa guerra civil, estamos en vísperas de una catástrofe humanitaria de dimensiones gigantescas.

Los líderes occidentales quisieran ayudar. En diversas ocasiones, Barack Obama y alguno que otro potentado europeo han dicho que intervendrían si un régimen, como el de Bashar al-Assad o de los religiosos iraníes, cruza "una línea roja", pero sólo se trata de palabras huecas. Ya han aprendido que no les convendría en absoluto involucrarse en los asuntos internos de un país mayoritariamente musulmán porque, de hacerlo, en seguida serían acusados de ser responsables de todo cuanto ocurra. En el pasado, la prevista hostilidad de los ayudados no les hubiera preocupado demasiado, pero en la actualidad se ha consolidado hasta tal punto la idea de que cada pueblo debería asumir la plena responsabilidad por su propio destino, que ningún político occidental que se precie se animaría a señalar que, en muchos casos, exigirlo significaría condenar a millones de personas a una muerte terrible y que por lo tanto insistir en la necesidad de respetar la soberanía de todos los países pero así y todo tratar de obligarlos a democratizarse es sólo un pretexto elegante para no hacer nada salvo lamentar la brutalidad ajena.

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