jueves, 8 de agosto de 2013

FERNANDO MIRES, EL PADRE, EL PAPÁ Y EL PAPA


Si dejamos de lado el nombre del Padre (con mayúscula) hablamos de todo el poder, el poder total, el poder que está antes y después de todo, antes de toda vida, antes de toda muerte, el infinito y la eternidad a quien muchos para acortar llamamos Dios, un poder tan grande que solo es posible ser imaginado por un niño en la figura de un padre (con minúscula), para después, ya adulto, simbolizarlo como hacen algunos -no solo los católicos- en el del papa, sea quien sea quien ocupe ese magnánimo lugar.

Nótese la diferencia lacaniana entre estos tres mosqueteros: El Padre es real (para Lacan la realidad comienza donde termina “nuestra” realidad), el padre (con minúscula o padre minúsculo y a quien para diferenciar llamaremos de ahora en adelante, papá) es en cambio imaginario (es decir, imaginado como Padre) y el papa es evidentemente simbólico.

La realidad del Padre no es la nuestra. El Padre, para decirlo con Kant es "cosa en sí". El papá, en cambio, es quien en nuestra muy limitada realidad ocupó imaginariamente el lugar del Padre antes de que se nos revelará como simple y vulgar prójimo. El papa, a su vez, es un símbolo exquisito. Es el nexo entre el Padre y el papá y al mismo tiempo no es ninguno de los dos. Ya me extenderé sobre ese no-ser que es.

Estamos hablando entonces de el Poder Total (El Padre) y sus representaciones parciales. Quizás lo estamos haciendo del mismo modo cuando Claude Le Fort se refería al Rey medieval como representación terrenal del poder divino, algo que no siempre fue entendido por quienes condenaron con tanto ahínco el dogma de la majestad real.

Porque el origen divino del poder monárquico no significaba que el poder del Rey era divino. Significaba solamente que el Poder en general, es decir, el del Padre, es divino, de modo que quien ejerce poder hace uso de una potestad que no le pertenece a él sino a Dios. O así: El poder es Dios y Dios es el poder. 

En consecuencia, el designado para ejercer el poder no pasaba de ser un simple administrador de una atribución divina. Por eso mismo el poder real no es real (otra vez en el sentido lacaniano de "lo real") razón por la cual el rey menos que una realidad es solo una realeza. Diferencia que, por lo menos desde el punto de vista de la filosofía política, es importante. Gracias a esa diferencia hemos entrado, dicen, al reino de la modernidad.

Ahora, desde el punto de vista de la filosofía no política el papá es quien ocupa el lugar del Rey en el reino familiar, es decir, frente al niño, el papá, ese padre con minúscula, aparecerá ante su vista como representante, más todavía, como ejecutor de TODO EL PODER. Pero -es decisivo- el niño no sabe que se trata de una simple representación pues el niño no puede distinguir entre presentación y re-presentación. En su genial inocencia el niño tampoco sabe -¿cómo va a saber?- diferenciar entre el Padre y el papá, malentendido que se extenderá como sombra siniestra a través del resto de nuestros días. El niño cree, así, que el papá es el Padre. No pocos adultos mueren creyendo lo mismo, para mal de ellos y, por supuesto, para mal de quien fue el papá.

El papá es el imaginario del Otro que irrumpe en la unidad total, en aquella vida donde la palabra separación no existe ni siquiera como pre-sentimiento.

Antes de que apareciera el inoportuno papá había sido roto el cordón umbilical biológico, pero el niño, guarecido en la tibieza del cuerpo de la madre-teta no sabe todavía que ha nacido, pues nada le ha revelado la evidencia de un afuera y de un adentro, de un mundo interior y de otro exterior. El, el niño, es todo el mundo. Un "en sí". El mundo es una teta y él es la teta. El papá, o quien quiera sea el intruso cercano que anda dando vueltas por ahí, con su sola presencia, solo por el hecho de oírlo, será para el niño el amo de la nueva tierra, a saber, esa voz que dice, "Yo estoy aquí, fuera de ti". O como Jehová dijo a Moisés: "yo soy el que soy".

Momento crucial pues se trata nada menos que de un segundo parto. Un parto no biológico que me hará saber que soy al haber sido desprendido por el Padre de la Madre Naturaleza (repito, el niño no sabe que el Padre es solo un vulgar papá). Porque si el otro es el que es, yo soy lo que el otro no es. Desde ese momento en que tu has aparecido Padre yo no soy todo y no lo seré nunca más. He sido dividido entre eso otro y eso que está aquí, ese yo que está naciendo poco a poco, y ese Tu todo-poderoso que con su evidencia me arroja al mundo, separándome de la madre leche, de la leche madre. 

Momento trágico ese, el del clivaje. El Padre (como papá) es, o le corresponde ser, el clivador de cada vida. El ha extendido su daga entre el yo y el todo, haciéndome aparecer al mundo como un uno frente al dos. El dos soy yo. Tu serás el uno, Padre (papá) maldito sea tu nombre así en la tierra como en el cielo. Me jodiste. Me dividiste.

El clivaje recreado como un acto castrante y el papá como cruel castrador. Así al menos lo ve el análisis freudo-lacaniano obviando tal vez el hecho de que la castración solo será vista como tal a través de la neurosis del paciente genitalizado frente al analista genitalizado. La castración es un a-posteriori del clivaje, la representación genital del hecho que ha marcado el nacimiento del alma (o de la conciencia) o, como lo dice Lacan en su especial lenguaje, la actuación del Padre "como soporte de la actividad simbólica de cada sujeto"

En el mundo pre-genital, en cambio, no existe la castración porque el niño no conoce un órgano sexual. El es -lo dijo tan bien Freud- un órgano sexual unitario: un polimórfico ¿O hablamos del principio de la castración- es mi sospecha - porque el niño a través del clivaje sintió en su propio cuerpo la muerte del niño sin dejar de ser niño, o lo que es lo mismo, cuando a través de la aparición del Otro (el papá como Padre) sintió en sí, antes de tiempo, la inoculta presencia de la muerte?

Por el momento no iremos tan lejos.

Lo accesible del momento son dos hechos. Uno, el análisis del ser es siempre retrospectivo, vale decir, realizado con categorías propias al tiempo en que se vive, pero hacia atrás. Lo segundo, es que la aparición del pobre papá marca un hito en el niño: La del papá como Padre clivador (castrador). De ahí en adelante, quizás hasta el final de nuestras vidas el destino estará marcado por el deseo de separar al Padre del papá (lucha edípica), hasta convertir al segundo en lo que es, un prójimo fortuito: un simple "mi viejo". Ese es, por lo demás, el lugar que deseamos y merecemos y más no queremos ser todos quienes hemos sido una vez niños y después papás.

Podríamos entonces hablar de dos clivajes. Uno con respecto a la madre total por intermedio del Padre-papá, otro realizado por nosotros mismos consistente en la separación del Padre con respecto al papá, o sustitución del Padre teo-lógico por el padre bío-lógico. Segunda separación que en nuestra cultura toma más tiempo del que es necesario. Además, no en pocos casos, resulta fallida.

Por de pronto la conversión del Padre en papá provoca necesariamente una pérdida, originándose después de ella un inevitable "vacío de Padre". De ahí que muchos viven el periodo de la separación con sensaciones cruzadas que van desde la desilusión a la orfandad. Por una parte nos alegramos de que el papá no sea el Padre, por otra reprochamos su incapacidad de ser Padre.

Sin Madre ni Padre ni perro que te ladre hay quienes añoran el imposible deseo de regresar al "sentimiento oceánico" (Romain Rolland), al de la omnipotencia natal, llamado por los analistas regresión hacia la madre. Otros buscan sustituir al Padre perdido por un padre adquirido. Los griegos, que para todo tenían una respuesta, inventaron instituciones sustitutivas, a saber, los "maestros". La conversión del hijo en discípulo de un maestro garantizaba entre los griegos el tránsito que lleva al niño inerme al adulto autosustentado.

Como ya no somos griegos, los buscadores de Padre eligen hoy caminos diversos. Unos creen reencontrar al Padre en objetos adoratorios (automóviles, dinero, alcohol, drogas). Otros en el sexo, contrario o mimético. No pocos en ídolos, sean cantantes, gurúes y, en nuestros días, políticos mesiánicos. El arte, la filosofía e incluso el trabajo bien realizado, han comprobado ser medios de sustentación que si bien no restituyen al Padre permiten al menos no caer en las vacíos de la orfandad total donde solo habitan fantasmas y miedos. Esta última es, sin duda, la posibilidad mas aterrante y muchos la viven como castigo frente a un delito que jamás ha sido cometido.

En cualquier caso, como no somos perfectos la separación será imperfecta. Efectivamente, yo conozco sólo a una persona que ha logrado en plenitud la separación definitiva. Era judío, se llamaba Jesús y su papá era carpintero. María, José, Jesús y sus hermanos: una familia nazarena como tantas de su tiempo. José como papá ha de haber aparecido frente al niño como el Padre. Pero ya a los 12 años (mayoría de edad entre los judíos de ese tiempo) cuando el niño se perdió de sus padres en la peregrinación a Jerusalén y fue encontrado dos días después en el templo conversando con los teólogos, Jesús dio a entender a sus padres que desde ese momento había decidido cambiar su condición de hijo por la de discípulo, pues en los textos sagrados él estaba buscando al Padre. No sé cual fue la reacción de José, pero como era muy devoto debe haber entendido el significado de El Nombre del Padre, aún sin haber leído a Lacan. Para el hijo ser discípulo no era un fin en sí, sino un medio para buscar al Padre, a ese que ya no podría sustituir ni José ni nadie.

Cuando Jesús inicia el camino de su pasión, no sin antes pasar por el desierto de su orfandad, ya había encontrado al Padre y desde ese momento no podía sino ser solo hijo de ese Padre. Ese Padre estaba en Él, El era el Padre y el Hijo a la vez. "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn.14.9) María, a su vez, ya no sería más la madre. Como dijo Jesús en las bodas de Caná, ella, María, es "mujer". José se vio reducido así al papel que mejor le correspondía, el de simple papá.

Mas, el encuentro definitivo entre el Hijo con el verdadero Padre no podía tener lugar en este mundo. "Mi reino no es de este mundo". La muerte del Hijo debería ser así la condición para su resurrección en el Padre. La muerte de Jesús fue, por lo tanto, un nacimiento del ser en el Ser de donde venimos y hacia donde vamos. Ese fue el camino indicado por Jesús.

Camino que conlleva separaciones tan dolorosas con respecto al mundo, con el único mundo que conocemos, que casi nadie está en condiciones de sobrellevarlas pues, como dicen con gracia los españoles, "El que se crea Cristo deberá ser crucificado". La mayoría de nosotros, buscando al Padre, solo encuentra en el mejor de los casos retazos de su ser, huellas difusas de su andar, momentos fugaces que hacen presentir la eternidad, anuncios fortuitos de su existencia, y no mucho más. El vacío de Padre nos acompañará siempre en esta tierra.

¿Es una maldición? Solo en cierto modo. Desde otro punto de vista podríamos entender a ese vacío de Padre como una condición para buscar al Padre, aunque no lo encontremos, porque, y quizás eso fue lo que quiso decirnos Jesús, el encuentro con el Padre está en su búsqueda, o en su vacío, o lo que es parecido, en nuestra propia pobreza de espíritu. No otra cosa es al fin la condición humana: Ese vacío de ser que nunca se llena con nada. Ni siquiera con una religión.

Freud, ateo radical, denunció a la religión como una ilusión. No obstante un mundo sin ilusiones tampoco parece ser demasiado atractivo. El genio psicoanalítico creyó entonces que ya había llegado la hora de sustituir a la religión por la ciencia. Parece que se apresuró un poco.

Las religiones después de Freud han continuado fabricando ilusiones, y está bien que así sea. Con sus rituales, sus artilugios y sortilegios, sus cánticos y salmos, sus rezos y plegarias, llenan en parte el vacío que cada uno arrastra consigo: "La vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser", según el tango del gran Santos Discépolo.

No escribo estas frases por casualidad, como nada se escribe así. Escribo en los días cuando después de su viaje a Brasil, Francisco l ha desatado, seguido por una orgía medial, una verdadera "papamanía".

No es primera vez que ocurre algo parecido. Cada vez que es nombrado un nuevo papa las multitudes de todas las religiones y colores, no sé por qué, se vuelven más papistas que el papa. Razón de más para pensar: La gente quiere o necesita al papa porque el papa representa una ilusión que es en parte, solo en parte, la ilusión del Padre.

El papa es la representación material del Padre. Pero también al ser un hombre de este mundo lo es del papá. En cierto modo el papa es, y no solo en sentido ortográfico, un papá sin acento. Más aún: al representar al Padre, es superior al papá, siempre tan falible. El papa está situado justo en el medio entre el papá y el Padre, es los dos al mismo tiempo y no es ninguno de ellos. Es simplemente el papa. Un intermedio entre el cielo y la tierra. Una invención fabulosa de la cristiandad europea, tan importante como el invento de la rueda o de la internet.

No está el papa tan lejos, como a veces sentimos a Dios; no está tan cerca como el papá de nuestra infancia. Es, si se quiere, un próximo (prójimo) lejano. ¿Qué mejor? Quizás gracias a esa misma proximidad lejana el papa es, o ha llegado a ser, una figura sobre-religiosa. Ateos y miembros de otras religiones siguen sus pasos, comentan sus discursos, están pendientes de la posibilidad de "un cambio" que nunca viene, admiran su boato como si de verdad él fuera el rey espiritual de la tierra.

La personalidad del papa, real o adjudicada, es lo que menos interesa. Puede ser dogmático y frío como Pío Xll, reformista y bondadoso como Juan XXlll, trágico como Juan Pablo ll, sabio y filosófico como Benedicto XVl, simpático y populista como Francisco l, y hasta corrupto y mujeriego como fue en medio del gozoso renacimiento italiano, Rodrigo Borgia, alias Alejandro Vl. No importa. Igual los van a querer o por lo menos respetar hacia donde vayan. Lo decisivo es que el papa esté ahí dándonos a entender de algún modo, con su simple presencia, que el mundo no acaba en nosotros, que hay algo más que nubes sobre la tierra, y que, definitivamente, no estamos tan solos como a veces creemos estar.

fernando.mires@uni-oldenburg.de

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