sábado, 3 de agosto de 2013

EDILIO PEÑA, EL CONDENADO A MUERTE


Tener conciencia de estar esperando a la muerte, no es lo mismo que ser sorprendido por ésta sin anunciarse. Saber el día y la hora exacta en que se habrá de morir, seguramente, hace que la memoria retome los pasos perdidos de lo vivido y las interrogantes desacostumbradas. Eso lo experimentan algunos condenados a la pena capital, en el corredor de la muerte de cárceles norteamericanas. 

Y mientras esperan su ejecución, lo cual podría durar un corto o largo plazo, la angustia y el desosiego anidan, y puede ocurrir que entre ellos prospere un hondo misticismo, o el sarcasmo despreciativo para quienes le sobrevivirán. Llegado el momento de recibir la inyección letal, los condenados podrían decir una frase última fraguada en su larga espera. Con esas últimas palabras, intentarán redimir el fatal destino que les ha tocado vivir; otros apuestan a un chiste o a un gesto de burla contra la humanidad.

Los condenados de poderosa imaginación, apuran la mano en escribir cartas sin destinatarios, memorias que no tendrán editores; un poema infeliz, una novela que no alcanzará su final, o un guión de una película que luego, un guardia indiferente, echará al cesto de la basura. Quizá estos escritores anónimos, pretenden desterrar la pena capital con el olvido de sus distracciones e invenciones. Uno de estos condenados logró escribir una historia fantástica en las orillas de las páginas de una Biblia, que un sacerdote compasivo le había llevado para consolarlo en su infortunio. Por supuesto que en esta tarea de ensimismamiento artístico, lo menos que le interesó al condenado, fue leer la Biblia. Sin embargo, todos los que esperan en el corredor de la muerte, y ante la inminencia de lo desconocido, son presa de un miedo atroz. Lo demás, es disfraz. Igual a la venda negra que cubre los ojos de aquellos que no se resignan a ser fusilados.

Quien es pleno y feliz, no es habitado por el sentido trágico de la muerte. Pero una vez que éste hace presencia, la conmoción pone en vértigo la conciencia de la persona, sobre todo al enterarse de las características del mal que le devora. Lo saben quienes padecen una enfermedad terminal. En esa desventura, la depresión o la rabia podrían acechar, y ser más poderosos que la propia enfermedad. Algunos logran adelantarse a la fecha incierta de la muerte, poniendo fin a su propia vida. Probablemente lo hagan por el insoportable dolor, o, para ahorrar sufrimiento a los que le ofrendan en vela, su amor. Sin embargo, hay otros que asumen su condena a muerte con un estoicismo que conmueve, esos que ahogan sus gritos en una fe ciega. Es como si supieran que la gran oportunidad de trascender más allá de la carne, se les ha presentado. Guardo en mi memoria, la imagen de una persona que estuvo en el hospital oncológico Padre Machado, en Caracas, mientras miraba por la ventana de su habitación sin luz las cruces del Cementerio General del Sur. Nunca pensé, cuando nos despedimos, que se pudiera abrazar el alma.

En Venezuela existe la pena de muerte. La persecución y el desprecio por la vida es política de Estado. Ningún plan del Gobierno contra la violencia fructifica. Quizá porque aquél nació de ella. El crimen abunda cuando la naciente del poder es un río de sangre. En las cárceles venezolanas, hay dos tipos de condenados a muerte: presos políticos que padecen enfermedades terminales; y presos comunes que en su hacinamiento y desesperación, no cejan en matarse unos a otros hasta que la carnicería es coronada por la Guardia Nacional, quien de manera intempestiva irrumpe, convirtiendo las disputas en masacre. En las ciudades, la muerte afila su guadaña en las aceras de las calles. Los delincuentes ya no van por un par de zapatos de marca, sino por una bolsa de comida. Quien sale de su casa no sabe si regresará. El miedo fortifica su vivienda con alambradas electrificadas o barrotes de calabozos. Pero la muerte, siempre astuta, cuela su sombra mortal también en los refugios. En Venezuela, todo ciudadano es un condenado a muerte, aun sin saberlo. Los inocentes no son excluidos, tampoco, los culpables. Aunque ninguno imagina cómo podría reaccionar ante la sorpresiva y macabra sonrisa. Por eso la felicidad del venezolano es tan precaria. La tensa vigilia lo ha vuelto insomne, sufrido. Nadie sabe cuándo la puñalada o el disparo lo hundirán en la noche sin retorno. Las morgues abarrotan cadáveres desde que, hace quince años, el odio fue sembrado como sendero para empezar a matar, sistemática e impunemente. Consciente de las hordas criminales desatadas por él mismo, y ante el temor de que algún vengador ejecutara un magnicidio, Hugo Chávez se rodeó de numerosos anillos de seguridad. Sin embargo, la muerte con su máscara roja, logró atraparlo en su inexpugnable soberbia.

edilio2@yahoo.com



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