Tener conciencia de estar esperando a la
muerte, no es lo mismo que ser sorprendido por ésta sin anunciarse. Saber el
día y la hora exacta en que se habrá de morir, seguramente, hace que la memoria
retome los pasos perdidos de lo vivido y las interrogantes desacostumbradas.
Eso lo experimentan algunos condenados a la pena capital, en el corredor de la
muerte de cárceles norteamericanas.
Y mientras esperan su ejecución, lo cual
podría durar un corto o largo plazo, la angustia y el desosiego anidan, y puede
ocurrir que entre ellos prospere un hondo misticismo, o el sarcasmo
despreciativo para quienes le sobrevivirán. Llegado el momento de recibir la
inyección letal, los condenados podrían decir una frase última fraguada en su
larga espera. Con esas últimas palabras, intentarán redimir el fatal destino
que les ha tocado vivir; otros apuestan a un chiste o a un gesto de burla
contra la humanidad.
Los condenados de poderosa imaginación,
apuran la mano en escribir cartas sin destinatarios, memorias que no tendrán
editores; un poema infeliz, una novela que no alcanzará su final, o un guión de
una película que luego, un guardia indiferente, echará al cesto de la basura.
Quizá estos escritores anónimos, pretenden desterrar la pena capital con el
olvido de sus distracciones e invenciones. Uno de estos condenados logró
escribir una historia fantástica en las orillas de las páginas de una Biblia,
que un sacerdote compasivo le había llevado para consolarlo en su infortunio.
Por supuesto que en esta tarea de ensimismamiento artístico, lo menos que le
interesó al condenado, fue leer la Biblia. Sin embargo, todos los que esperan
en el corredor de la muerte, y ante la inminencia de lo desconocido, son presa
de un miedo atroz. Lo demás, es disfraz. Igual a la venda negra que cubre los
ojos de aquellos que no se resignan a ser fusilados.
Quien es pleno y feliz, no es habitado por el
sentido trágico de la muerte. Pero una vez que éste hace presencia, la
conmoción pone en vértigo la conciencia de la persona, sobre todo al enterarse
de las características del mal que le devora. Lo saben quienes padecen una
enfermedad terminal. En esa desventura, la depresión o la rabia podrían
acechar, y ser más poderosos que la propia enfermedad. Algunos logran
adelantarse a la fecha incierta de la muerte, poniendo fin a su propia vida.
Probablemente lo hagan por el insoportable dolor, o, para ahorrar sufrimiento a
los que le ofrendan en vela, su amor. Sin embargo, hay otros que asumen su
condena a muerte con un estoicismo que conmueve, esos que ahogan sus gritos en
una fe ciega. Es como si supieran que la gran oportunidad de trascender más
allá de la carne, se les ha presentado. Guardo en mi memoria, la imagen de una
persona que estuvo en el hospital oncológico Padre Machado, en Caracas,
mientras miraba por la ventana de su habitación sin luz las cruces del
Cementerio General del Sur. Nunca pensé, cuando nos despedimos, que se pudiera
abrazar el alma.
En Venezuela existe la pena de muerte. La
persecución y el desprecio por la vida es política de Estado. Ningún plan del
Gobierno contra la violencia fructifica. Quizá porque aquél nació de ella. El
crimen abunda cuando la naciente del poder es un río de sangre. En las cárceles
venezolanas, hay dos tipos de condenados a muerte: presos políticos que padecen
enfermedades terminales; y presos comunes que en su hacinamiento y
desesperación, no cejan en matarse unos a otros hasta que la carnicería es
coronada por la Guardia Nacional, quien de manera intempestiva irrumpe,
convirtiendo las disputas en masacre. En las ciudades, la muerte afila su
guadaña en las aceras de las calles. Los delincuentes ya no van por un par de
zapatos de marca, sino por una bolsa de comida. Quien sale de su casa no sabe
si regresará. El miedo fortifica su vivienda con alambradas electrificadas o
barrotes de calabozos. Pero la muerte, siempre astuta, cuela su sombra mortal
también en los refugios. En Venezuela, todo ciudadano es un condenado a muerte,
aun sin saberlo. Los inocentes no son excluidos, tampoco, los culpables. Aunque
ninguno imagina cómo podría reaccionar ante la sorpresiva y macabra sonrisa.
Por eso la felicidad del venezolano es tan precaria. La tensa vigilia lo ha
vuelto insomne, sufrido. Nadie sabe cuándo la puñalada o el disparo lo hundirán
en la noche sin retorno. Las morgues abarrotan cadáveres desde que, hace quince
años, el odio fue sembrado como sendero para empezar a matar, sistemática e
impunemente. Consciente de las hordas criminales desatadas por él mismo, y ante
el temor de que algún vengador ejecutara un magnicidio, Hugo Chávez se rodeó de
numerosos anillos de seguridad. Sin embargo, la muerte con su máscara roja,
logró atraparlo en su inexpugnable soberbia.
edilio2@yahoo.com
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