El filósofo y moralista escocés Adam Smith
(1723-1790) es considerado el fundador de la economía y del liberalismo
económico. Aunque ambas reivindicaciones son sumamente cuestionables, porque
hubo pensamiento económico y liberal desde mucho antes, la convención tiene
algún sentido porque la obra de Smith La riqueza de las naciones (1776) fue el
punto de partida de la influyente escuela clásica de economía –con figuras como
David Ricardo, Thomas Robert Malthus y John Stuart Mill– e incluyó ideas
críticas del intervencionismo y defensoras de la libertad de mercado.
Adam Smith nació en Kirkcaldy, cerca de
Edimburgo, en enero de 1723. Su padre murió poco antes de nacer él, y Smith,
que nunca se casó, vivió siempre con su madre, a la que sobrevivió apenas seis
años. Estudió primero en la Universidad de Glasgow y después en Oxford. A
comienzos de la década de 1750 es nombrado catedrático de Filosofía Moral en
Glasgow, recibe la influencia de la Ilustración escocesa y anuda una gran
amistad con David Hume. En 1759 aparece su primer libro: La teoría de los
sentimientos morales, a raíz del cual le ofrecen ser tutor del joven duque de
Buccleugh; abandona la docencia y emprende con su pupilo un viaje por el
continente europeo. De vuelta a casa en 1767, y con una generosa pensión
vitalicia que le concedió el duque, dedica los nueve años siguientes a redactar
la Riqueza. Dos nombramientos recibiría desde entonces: comisario de Aduanas de
Escocia y rector de su alma mater, la Universidad de Glasgow. Adam Smith murió
en Edimburgo en julio de 1790.
Nótese que, en una vida relativamente larga y
apacible, el escocés publicó muy poco. De hecho, los dos que hemos mencionado
fueron sus únicos libros aparecidos mientras vivió. En 1795 sus albaceas
publicaron, con su autorización, Ensayos filosóficos, una colección de estudios
sobre diversos asuntos relativos a la filosofía de las ciencias y las artes que
prueba la amplitud de sus inquietudes intelectuales. Como Smith ordenó la
destrucción de sus otros papeles y manuscritos, sus obras se reducen a estos
tres títulos, disponibles todos ellos en castellano –Riqueza y Sentimientos
morales, en Alianza Editorial, y Ensayos en Ediciones Pirámide–. Mucho tiempo
después de su muerte fueron encontrados unos juegos de apuntes tomados por
alumnos suyos, sobre filosofía del derecho y sobre retórica y bellas letras.
Han sido publicados en inglés, en la cuidada edición de sus obras; y, en el
primer caso, existe una traducción española de Lecciones sobre jurisprudencia,
en la editorial Comares de Granada.
El principal problema económico para Smith es
el crecimiento, y de ahí el título de su segundo libro. Se aparta de las
nociones tanto del viejo mercantilismo –que valoraba los metales preciosos, el
saldo exportador en el sector exterior y el fomento de determinadas empresas y
actividades comerciales e industriales– como de sus contemporáneos los
fisiócratas franceses, que circunscribían la productividad exclusivamente al
sector agrícola. Para Smith, el fundamento de la riqueza es el trabajo humano
en un marco institucional que promueva la propensión de todas las personas a
mejorar su propia condición. Sostuvo que la clave de la prosperidad no
estribaba en los recursos naturales sino en un contexto propicio, caracterizado
por "paz, impuestos moderados y una tolerable administración de
justicia".
Sólo en ese restringido marco institucional
cabe el establecimiento de lo que llamó "sistema de libertad
natural", en el que cada uno persigue su propio interés en un proceso
competitivo que, a través de la "mano invisible" del mercado, fomenta
la división del trabajo y los intercambios voluntarios y desemboca en un mayor
bienestar general, porque en esas condiciones la riqueza se crea y la holgura
de unos no equivale a la miseria de otros.
Se trata, por tanto, de algo muy lejano de la
caricatura usual de Smith y del liberalismo como partidarios de un
"capitalismo salvaje" sin freno alguno a su cruel explotación. El
economista escocés defiende precisamente los frenos, y por eso aplaude la
competencia y condena severamente a los empresarios que, con toda suerte de
excusas, arrancan monopolios, subsidios y protecciones varias del poder
político, a expensas del pueblo.
En ningún caso apoyó Adam Smith (ni ningún
liberal) un sistema totalmente anárquico, sin leyes ni normas. Y en ningún caso
creyó que el mercado era perfecto y funcionaba mágica y automáticamente, sin
fallos ni interferencias. Con realismo admitió que un comercio plenamente libre
era una utopía; sus temores ante los prejuicios e intereses que conspiran
contra el mercado libre fueron confirmados a lo largo del tiempo, como se vio
con el notable crecimiento del Estado registrado hasta nuestros días, en
contraste con la prédica generalizada acerca de los peligros de un supuesto liberalismo
hegemónico que no es sino una pura ficción.
Otra caricatura de Adam Smith y del
liberalismo es su consideración del ser humano como frío artefacto asignativo,
sólo preocupado por egoístas intereses materiales y desprovisto de ética
alguna. A quien más sorprendería esto sería al propio Smith, que fue, como
hemos dicho, catedrático de Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow y cuyo
primer libro, que le interesó hasta el fin de sus días, como lo prueban las
importantes modificaciones que introdujo en sucesivas ediciones, fue La teoría
de los sentimientos morales.
Jamás respaldó Smith el egoísmo y la
inmoralidad. Al contrario, subrayó la preocupación de todos los seres humanos
por la suerte del prójimo, y explicó cómo ese proceso de "simpatía"
da lugar a principios morales y preceptos legales imprescindibles para la
convivencia en paz y libertad. La atención al propio interés no es
necesariamente egoísmo, porque es compatible con atender otros intereses, y
tampoco es inmoral, puesto que puede cultivarse dentro de límites éticos. La
moral, así, opera como freno a nuestra conducta, análogamente a como el mercado
limita nuestras aspiraciones y nos fuerza a servir a los demás, a ajustarnos a
sus demandas y servirlas si deseamos prosperar.
El pensamiento económico de Adam Smith, por
tanto, es muy distinto del que vulgarmente se le supone, y difiere también de
la ortodoxia económica ulterior, la teoría neoclásica, porque no enfatiza una
asignación de recursos técnica a cargo de un homo economicus abstracto sino las
condiciones concretas del crecimiento económico, condiciones históricas,
institucionales, imperfectas y constreñidas por pautas morales y jurídicas.
Como sucede con varios de los demás
integrantes de la Escuela Escocesa de Filosofía Moral –David Hume, Francis
Hutcheson, Adam Ferguson y otros–, Adam Smith tiene una visión interesante para
una época en la que supuestamente se idolatró la razón y se arbitraron
mecanismos y doctrinas sobre un profundo cambio social. Los escoceses eran
notablemente cautos al respecto. No tenían en muy alta estima las capacidades
de nuestra razón a la hora de organizar la sociedad: Ferguson afirmó que las
instituciones humanas brotaban más de la acción de las personas que de su
designio preconcebido, y Adam Smith censuró en La teoría de los sentimientos
morales a los arrogantes intelectuales que fantaseaban con que la sociedad era
muy sencilla y con que se podía disponer de las personas como quien despliega
las piezas en un tablero de ajedrez. En su libro sobre economía también
desconfió de los políticos que pretenden actuar en pro del bienestar general:
el escocés no pensaba que solían hacerlo, y se fijó más en las aportaciones de
las personas corrientes, que con su trabajo silencioso y anónimo eran la
genuina fuente de La riqueza de las naciones.
La atención a la gente común se observa
también en el criterio que desde Smith emplearán los economistas para medir el
desarrollo de un país: ya no será nunca más la opulencia de los príncipes o
grandes potentados, sino la de los ciudadanos, cuyos intereses en tanto que
consumidores era menester proteger de las usurpaciones de sus mandatarios, y de
las de los grupos de presión de productores y comerciantes que medraban a su
socaire, consiguiendo prerrogativas para limitar la libre competencia.
Aunque numerosos partidarios del capitalismo
y el mercado lo esgrimen desde hace mucho tiempo en su apoyo, el liberalismo de
Smith fue matizado, tanto que algunos liberales de nuestro tiempo, en
particular miembros de la Escuela Austriaca de Economía, lo han acusado
directamente de intervencionista. Y no les falta razón, puesto que Smith,
aparte de defender una teoría objetiva del valor, fue capaz de admitir, como ya
denunció en 1927 el destacado economista de Chicago Jacob Viner, un amplio
abanico de intervenciones del Estado en la economía, incluso algunas de honda
raigambre mercantilista, como las Leyes de la Usura, que fijaban los tipos de
interés, y las Leyes de Navegación, que protegían a los barcos británicos de la
competencia extranjera. No puede olvidarse, sin embargo, que los autores no
suelen vivir en burbujas, y que su pensamiento debe por tanto ponderarse a la
luz del de sus contemporáneos y predecesores. Y en ese caso el liberalismo de
Smith y sus sucesores parece más articulado y sólido que el de buena parte de
los economistas anteriores.
A lo largo del siglo XX se registró una
creciente insatisfacción por los horizontes demasiado estrechos de la llamada
"economía neoclásica", y parte de la reacción que eso produjo
comportó una vuelta a Smith y a los clásicos. Así sucedió con la teoría del crecimiento
económico y con otros aspectos micro y macroeconónicos donde el papel de las
instituciones, como había intuido Smith, tenía interés y relevancia. También
ejerció un impacto, como cabía esperar, la práctica social y política, puesto
que el final de dicho siglo vio caer el comunismo, con lo que pudo comprobarse
que, siendo el liberalismo un sistema claramente imperfecto, el intento de
sustituirlo por el socialismo real había sido una catástrofe.
Que la crisis del comunismo –o, a otra
escala, el abanico de deficiencias del Estado del Bienestar– haya impulsado la
relectura de Adam Smith y otros liberales más o menos radicales es algo que no
debería sorprender.
@rodriguezbraun
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