Hasta donde mis
elementos de juicio alcanzan, la primera vez que se mencionó la expresión
“ideología” fue en el trabajo preparado en 1801 por Destutt de Tracy, el
seguidor de Condillac, titulado Elementos de la ideología que luego amplió en
cinco tomos.
Cuando un grupo de intelectuales se apartó de Napoleón, éste los tildó de “ideólogos” en el sentido despectivo y peyorativo de “teóricos” y “poco prácticos” sin percatarse que toda práctica eficaz está precedida por una buena teoría (y en términos más generales, como destaca Henri Poincaré, toda acción en cualquier dirección que no sea a los tumbos descansa en una teoría).
Cuando un grupo de intelectuales se apartó de Napoleón, éste los tildó de “ideólogos” en el sentido despectivo y peyorativo de “teóricos” y “poco prácticos” sin percatarse que toda práctica eficaz está precedida por una buena teoría (y en términos más generales, como destaca Henri Poincaré, toda acción en cualquier dirección que no sea a los tumbos descansa en una teoría).
Por más que la
referida expresión no tenga un significado unívoco, es de interés remontarse a
Marx y tomar su noción de algo enmascarado, de un engaño que oculta otros
intereses, por ende, en este contexto, se trata de algo falso que encubre
intenciones espurias. En esta línea argumental, toda cultura sería ideológica
excepto la marxista que sería transideológica: no sería ideología la cultura
después de la abolición de clases, ni tampoco lo expresado por Marx en sus
obras.
En un sentido más
amplio y de acepción más generalizada, un ideólogo es aquel que profesa un
sistema cerrado, terminado e inexpugnable. En otros términos, lo contrario al
liberalismo que, por definición, está abierto a un proceso de constante
evolución. En La Nación de Buenos Aires, mayo 31 de 1991, escribí una columna
titulada “El liberalismo como antiideología” (reproducida en mi Contra la corriente,
Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 1992) en la que me explayo sobre esta línea
argumental que se da de bruces con el espíritu autoritario, dogmático y
fundamentalista, contrario a lo magníficamente resumido en el lema de la Royal
Society de Londres: nullius in verba (no hay palabras finales).
Es así que, en
definitiva, la tesis marxista, crítica de la ideología y de la religión (“el
opio de los pueblos”) se convierte en una ideología y en una caricatura de
religión con dogmas, creencias y ortodoxias no susceptibles de revisarse y los
que han pretendido alguna oposición han
sido condenados severamente como herejes. Una propuesta cerrada y terminada que
debe tomarse en bloque. Por extensión entonces, todo sistema que se da por
concluido y no es susceptible de contradecirse constituye una ideología, lo
cual, naturalmente pone palos en las ruedas de la ciencia y de todo progreso
del conocimiento.
En todo caso, es
pertinente detectar la conexión entre ideología y violencia, puesto que el
peligro es enorme de cazas de brujas cuando se considera que se posee la verdad
absoluta y se busca el poder. El adagio latino lo explica: ubi dubium ibi
libertas (donde no hay dudas, no hay libertad puesto que se sabe a ciencia
cierta donde dirigirse sin necesidad de sopesar alternativas ni decisiones).
Es muy fácil para el
ideólogo deslizarse hacia el uso de la fuerza “para bien de la humanidad” aun
destrozando las libertades del hombre concreto, de allí que Marat exclamaba en
plena contrarrevolución francesa “¡no se dan cuenta que solo quiero cortar una
pocas cabezas para salvar a muchas!”. Si está todo dicho y es la verdad
absoluta hay una tentación para imponerla y excomulgar a los no creyentes. Son
seres apocalípticos que pretenden rehacer la naturaleza humana y a su paso
dejan un tendal de cadáveres. Son “redentores” que aniquilan todo lo que tenga
visos de humano. Son militantes que obedecen ciegamente los dictados de sus
dogmas y consignas tenebrosas.
Por esto es que en el
Manifiesto comunista Marx y Engels “declaran abiertamente que no pueden
alcanzar los objetivos más que destruyendo por la violencia el antiguo orden
social”. Por esto es que Marx en Las luchas de clases en Francia en 1850 y al
año siguiente en 18 de Brumario condena enfáticamente las propuestas de
establecer socialismos voluntarios como islotes en el contexto de una sociedad
abierta. Por eso es que Engels también condena a los que consideran a la
violencia sistemática como algo inconveniente, tal como ocurrió, por ejemplo,
en el caso de Eugen Dühring por lo que Engels escribió El Antidühring en donde
subraya el “alto vuelo moral y espiritual” de la violencia, lo cual ratifica
Lenin en El Estado y la Revolución, trabajo en el que se lee que “la
sustitución del estado burgués por el estado proletario es imposible sin una
revolución violenta”.
Lo dicho no va en
desmedro de la conjetura respecto a la honestidad intelectual de Marx tal como
he señalado en otra oportunidad hace poco, en cuanto a que su tesis de la
plusvalía y la consiguiente explotación no la reivindicó una vez aparecida la
teoría subjetiva del valor expuesta por Carl Menger en 1870 que echaba por
tierra con la teoría del valor-trabajo marxista. Por ello es que después de
publicado el primer tomo de El capital en 1867 no publicó más sobre el tema, a
pesar de que tenía redactados los otros dos tomos de esa obra tal como nos
informa Engels en la introducción del segundo tomo veinte años después de la
muerte de Marx y treinta después de la aparición del primer tomo. A pesar de
contar con 49 años de edad cuando publicó el primer tomo y a pesar de ser un
escritor muy prolífico se abstuvo de publicar sobre el tema central de su tesis
de la explotación y solo publicó dos trabajos adicionales: sobre el programa
Gotha y el folleto sobre las comunas de Paris.
En resumen, las
ideologías no solo entorpecen y paralizan toda posibilidad de avance del
conocimiento sino que permanentemente están expuestas a la tentación criminal
de la violencia para imponer su concepción supuestamente “impoluta y
bienhechora” que siempre sojuzga y deglute las libertades de las personas para
entronizar el reino del terror.
Cierro con una cita
de la autobiografía de Agatha Christie donde consigna que en la época en que
ella escribía “nadie habría imaginado entonces que llegaría un tiempo en que
las novelas de crímenes se leerían por el placer de la violencia, por un gusto
sádico hacia la violencia en sí misma […] Me asusta por la falta de interés en
el inocente […] ¿Qué hacer con los corrompidos por la crueldad y el odio y para
los cuales la vida de los demás no significa nada? A menudo son personas de
buena familia, con grandes oportunidades y buena educación que son unos
malvados […] Pero lo importante es el inocente que exige que se le proteja y se
le salve del mal”.
* Académico asociado
del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la
Academia Nacional de Ciencias de Argentina.
elcato@cato.org
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