Todos los gobiernos
de estos tiempos le tienen ojeriza a la libertad de expresión y de información;
unos más, otros menos. Además, el tema se ha vuelto muy complejo y trajinado en
virtud de las variadísimas argumentaciones e interpretaciones que cada quien
esgrime para defender sus puntos de vista en función de lo que más le conviene.
Esto genera una gran confusión en el ciudadano común, a tal punto de que
ventilarlo se ha convertido casi en una materia de especialistas. Y entre ellos
están, fundamentalmente, los defensores de los derechos humanos, rara avis,
incómoda también para los amos del poder.
Ahora bien, en el
variado e indefinido espectro político mundial, los regímenes fuertes, independientemente
de la etiqueta que puedan llevar (desde el llamado socialismo real con todas
sus variantes, hasta gobiernos autoritarios disfrazados), dicen actuar a favor
de la gente para protegerla de las noticias sesgadas o manipuladas llenas de
falsedades que a diario se publican (cuando ellos sí lo hacen mediante la
alienante propaganda oficial) y dejando a un lado o minimizando la labor seria,
profesional y respetable de los periodistas.
El modus operandi es
el de pasar leyes punitivas que limitan y penalizan la libertad de prensa,
manipular las pautas publicitarias, promover la autocensura y, en algunos
casos, quitarse la careta utilizando sin limitación alguna la justicia para
enjuiciar a editores y comunicadores independientes. Sólo se salvan de esta
degollina los cercanos a los (cuasi reyes) mandatarios de turno. Esta tendencia
se ha regado como la pólvora en América Sur, donde los ejemplos abundan en
Argentina, Ecuador, Bolivia y, por supuesto, Venezuela que, sin lugar a dudas,
se lleva el premio mayor.
La señora Kirchner no
soporta la crítica de la prensa independiente de su país. Evo Morales no se
queda atrás, aun cuando allí la situación es menos tensa. Correa ha llegado a
exaltaciones de histeria y prepotencia incontenibles, al hacer aprobar una dura
ley mordaza que, prácticamente, hace riesgoso difundir cualquier noticia
adversa, so pena de ser enjuiciado, tanto el comunicador como el dueño del
medio responsable de su divulgación.
Sin embargo, en todos
estos casos, no se percibe, aún, la actuación del Estado policial-represivo,
como sí ocurre en nuestra patria.
En la tierra de
Bolívar, la represión, amenazas y persecución contra reporteros y “opinadores”
democráticos y contra los medios escritos y radioeléctricos autónomos, se hace
mayor en la medida en que crece la paranoia e inseguridad de la cúpula
civil-militar gobernante, hasta el punto de que un tweet de Nelson Bocaranda,
en que daba cuenta de un lamentable hecho ocurrido los días posteriores al 14
de abril, y otro de Henrique Capriles han desatado toda una cacería de brujas,
al mejor estilo fascista que, por cierto, ellos tanto le endilgan a la
oposición. Modalidad muy utilizada, también, por las funestas dictaduras
comunistas del siglo pasado y por algunas “dinosáuricas” que todavía pululan
por estos lares.
En Venezuela,
siguiendo esta tendencia, opinar se puede convertir en delito, a menos que sea
para elogiar la menguada revolución bolivariana, ya casi convertida, por la
fuerza de los hechos, en una rutina, y que no sabe qué hacer con el desastre
que les dejó su líder máximo, el desaparecido “comandante supremo”.
Los dictadores de
antes reprimían y censuraban por medio de la violencia y la fuerza, a garrotazo
limpio, pues. ¿Cuál es la diferencia? Cambiaron el vil garrote por métodos más
sutiles, quizás, pero de igual crueldad, con la intención de quebrar el
espíritu democrático y de libertad inherente a los seres humanos.
vvillegas45@gmail.com
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