La
verdad nos hará libres, y el amor a la libertad nos hará invencibles.
Todas
las personas de valor y de valores tenemos el deber de preservar la Libertad a
cualquier costo. No importa la edad ni el género. Y los más obligados a dar la
cara en este empeño somos los adultos viejos. Estoy seguro de ello. Así lo
siento. A nosotros nos corresponde ser ejemplos vivos de ética y civismo y
estamos comprometidos por ley natural a velar por las presentes y las futuras
generaciones. A nosotros nos compete proteger a nuestra descendencia, a
nuestros hijos, nietos y bisnietos, para que jamás ellos permitan ni tengan que
aguantar a ningún déspota neurasténico amargado y altanero que irrumpa en sus
vidas para ofrecerles descaradamente “patria y dignidad” a cambio de sumisión y
bonos de miseria hasta terminar pisoteándoles.
Es
más que razonable y natural que un niño o un adolecente tiemble y llore
asustado frente a un pelotón de fusilamiento; en cuyo caso estaríamos
presenciando un acto de crueldad extrema. Pero si es un viejo el que va a ser
ejecutado y éste se acobarda, temblequea y gime ante sus verdugos, entonces
estaríamos asistiendo a un episodio de extrema cobardía. Los viejos no tenemos
derecho a paralizarnos por miedo; si el miedo llega estamos obligados a
transmutarle en audacia, en coraje, para ser los primeros convocantes a la
resistencia y los primeros combatientes contra el despotismo. Un viejo
amedrentado da lástima, avergüenza.
Sería
ingenuo pensar siquiera que los viejos estamos mejor dotados físicamente para
fajarnos cuerpo a cuerpo con los policías, militares y matones a sueldo que
protegen a los tiranos y hacen posible las dictaduras. No se trata de eso. La
presencia de los viejos en las calles y plazas para exigir que se respeten los
derechos y libertades individuales tiene otras connotaciones: eleva el espíritu
y la dignidad de los pueblos, es el mejor ejemplo de responsabilidad que
despierta los más nobles sentimientos y valores humanos y enaltece a las
naciones. Acuérdense del “huesos” Mahatma Gandhi, tan escaso de carnes y tan
abultado de espíritu que encorajinó a cientos de millones de indios, hizo
temblar al imperio inglés y sacudió la consciencia mundial. (SIGUE)
Para
que entiendan mejor aquello de que es la ley natural la que nos obliga a los
viejos a proteger nuestra descendencia, les voy a contar acerca de un acto
heroico, de una actitud maravillosa y ejemplar protagonizado por un rebaño de
llamas y alpacas ante el ataque de dos pumas hambrientos.
Desde
lo alto de una loma pude divisar cómo en el llano se juntaban los animales tan
pronto percibieron el peligro. De todos lados venían corriendo a galope para
reconcentrarse formando un solo bloque blindado, una célula compacta e
infranqueable. En el centro, en el núcleo, fueron ubicados los bebés lactantes
e inmediatamente los adolescentes; luego los jóvenes, las señoritas y
gestantes, rodeados de adultos de la segunda edad; y como membrana circular
protectora se pusieron los reproductores viejos y los aspirantes a nuevos jefes
de la manada, disputándose los primeros puestos de peligro con los capones y
las hembras viejas, dispuestos a ofrendar sus vidas para preservar la especie.
Los pumas acechaban amenazantes, acercándose lentamente a la manada para
intimidarlos primero y dar el salto definitivo en el momento propicio para
ejercer su instinto depredador e hincar sus garras y colmillos en el mayor
número de víctimas posibles. Y llegó el momento propicio para el fatídico
asalto, momento que fue percibido a tiempo por los acosados, de cuyas primeras
filas salieron sorpresivamente en veloz carrera dos animales grandes y flacos:
una hembra y un macho de los más viejos de la manada. Y se salieron del montón
no por miedo, sino en un arrebato de heroísmo para llevarse a los pumas tras
ellos y salvar a su familia; a los suyos, a su descendencia. No corrieron por
cobardes ¡Se inmolaron! ¡Sí, se inmolaron! ¡Qué ejemplo, por Dios!... Entonces
lloré. Seguro que lloré. No me pregunten por qué, pero lloré, y en ese mismo
instante le pedí a la existencia, a la totalidad, al cosmos eterno, al Gran
Arquitecto del Universo, a Dios, que si el miedo se apodera de mi ante las amenazas
de algún déspota, no me paralice, y que más bien se transmute en furor de
lucha, que me convierta en un encarnizado insurgente contra cualquier forma de
tiranía. Rogué entonces y ruego hoy que la pasividad perpetua no me atrape
descuidado, ni que la inercia se convierta en mi vocación. No quiero por
voluntad propia llegar a ser un viejo apoltronado y resignado, esperando
tranquilo la extremaunción envuelto en frazadas y pañales. ¡Por Dios, eso no!
¡Si no he vivido en vano, tampoco quiero morir en vano!
Si
procreamos o no y estamos viejos, no tenemos derecho a retirarnos mientras las
pandillas de traidores a la patria y los agentes de ideologías fracasadas y
doctrinas decadentes les abren las puertas de nuestro país a que ingresen
campantes los tiranos persas y los del Caribe, a imponernos la esclavitud, el
obscurantismo y la pobreza como formas de gobierno y de vida. No, no tengo
ningún derecho a sentarme y contemplar indolente cómo las jorgas de lacayos
rosados panchanatas aborregados entontecidos acechan y arremeten solapadamente
para destruir lo que nuestros abuelos, padres y nosotros mismos edificaron y
edificamos con amor, esfuerzo y buen humor para nuestros hijos…
¡No,
mil veces no: los viejos no tenemos ninguna dispensa para sentir miedo, ni tiempo
para esperar sentados mientras terminan de cargarse y cagarse en la Patria!
Temístocles
Hernández M.
http://www.semanariolaverdad.com/noticias/los_viejos_no_tenemos_ningun_derecho_a_sentir_miedo.asp
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