No creo equivocarme al sostener que EE UU no
ha logrado una clara victoria en una guerra desde que la televisión se hizo
masiva. Corea fue una especie de empate y Vietnam una derrota. No considero acá
operaciones de menor envergadura, ocurridas en otras partes estos pasados
cincuenta años.
Durante la Segunda Guerra Mundial las fuerzas
armadas de EE UU sufrieron casi 300.000 bajas en combate, a lo largo de cuatro
años. En Vietnam fueron casi 50.000 los soldados y oficiales fallecidos, la
mayor parte en las etapas finales del conflicto. En todo el período de la
llamada “guerra contra el terror”, desde su inicio con los ataques del 11-S de
2001 y hasta el presente, los militares estadounidenses han sufrido (al momento
de escribir estas líneas) casi 7.000 bajas, que incluyen las ocurridas en las
guerras de Irak y Afganistán.
Llaman poderosamente la atención cifras como
las siguientes: En la intensa y sangrienta batalla por la isla japonesa de
Okinawa, que duró solo tres meses en 1945, las fuerzas armadas estadounidenses
experimentaron alrededor de 12.500 bajas mortales. Cabe enfatizarlo: este
elevado número de fatalidades se concentró en tres meses, lo que contrasta de
manera evidente con lo acontecido en Irak y Afganistán en más de una década.
Cabe preguntarse: ¿Qué habría ocurrido si CNN
y Fox News hubiesen estado presentes en Okinawa, transmitiendo a las pantallas
de TV en EE UU las espantosas imágenes de la carnicería que allí tuvo
lugar? No lo sabemos; pero lo que sí puede
decirse con cierta certeza es que la dinámica de la relación entre la guerra y
la sociedad democrática ha cambiado desde que la televisión, y ahora la
internet, permiten acceder de manera inmediata y gráfica a la cruda realidad de
los combates a muerte.
Las implicaciones de todo esto son múltiples
y complejas. Debo aclarar, de paso, que estas notas no pretenden abordar el
crucial problema del valor ético de la vida humana, ni discutir el tema desde
una perspectiva religiosa o filosófica. Lo que procuro es destacar una
realidad: el nivel de tolerancia hacia la violencia bélica pareciera disminuir
en nuestros tiempos, a pesar de que Hollywood y en general la TV y el cine en
casi todas partes, nos someten a una inclemente dosis de violencia diaria, que
en principio podría insensibilizarnos
ante la crudeza de la guerra. Digo pareciera, pues no estoy seguro de ello.
La distancia entre víctima y victimario, así como la creciente transformación de las víctimas potenciales en meras imágenes, semejantes a las de un juego computarizado, avanza inexorablemente.
El caso de
los “drones” o aviones sin piloto es emblemático. La víctima se mueve, por
ejemplo, en un casi inaccesible sendero montañoso en Pakistán, y su victimario
la observa en la pantalla de su laptop en, digamos, Utah, Arizona o Nevada, a miles
de kilómetros de distancia. Pero el avión sin piloto y sus letales misiles
cumplen la misión asignada, respondiendo al comando electrónico.
¿Qué diría Homero ante todo esto? Las hazañas
de Aquiles, la valentía de Héctor, el coraje en combate, la gallardía y nobleza
guerreras, todos estos valores se volatizan y dispersan en el vacío incoloro de
combates que no son tales, en el marco de guerras que no se declaran, nunca
terminan del todo, ni permiten (como ocurre con la “guerra contra el terror”)
una definición precisa e inequívoca de victoria. Nuestras sociedades
occidentales, sumidas en el relativismo moral, no parecen ser capaces ni
siquiera de definir con claridad quiénes son sus enemigos. Pues el “terror”
carece de rostro.
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