Evitar
pronunciarse sobre los temas de fondo, cultivar una relación aproximadamente
neutra con todas las fuentes, mimetizarse en el fragor de la calle, ganarse la
confianza de los jerarcas del poder para aproximarse a sus dominios, hacer de
la equidistancia una norma de vida.
Tomar nota de las posturas apasionadas y de
los personajes díscolos, con la pasión de un retratista, con el objeto de
obtener los insumos para poder materializar los más completos perfiles y las
más ambiciosas crónicas.
Es
un modus operandi muy extendido, y absolutamente legítimo, de algunos de los
grandes reporteros del mundo entero.
Disolverse como una granada fragmentaria
silenciosa entre los rugidos de las multitudes; cavar, lo más hondo que lo
permitan las circunstancias, para obtener una muestra condensada y fidedigna de
la comprensión de los procesos.
Digo
que es “absolutamente legítimo”, porque no deja de ser esta una opción
personal. Varios de los estamentos más populares y estructurantes del ejercicio
del periodismo están comprometidos con la pasión por describir. Adulterar los
contenidos de un reportaje con adjetivos descolocados y aproximaciones con
sesgo constituye uno de los caminos más conspicuos para degollar una nota.
En
muchas sociedades y contextos puede ser procedente convertirse en una especie
de llave maestra; cultivar relaciones con universos antagónicos y priorizar, a
continuación, la depuración de la técnica y el desarrollo adecuado de la pluma
para completar las mejores entregas.
El
baremo que intento describir comienza a modificarse cuando el ejercicio del
periodismo ingresa en los dominios del estrepitoso y contradictorio universo de
la opinión pública. Se trata de dos criterios pertenecientes al mismo ámbito,
habitualmente percibidos como las piezas de una misma estructura, pero
inequívocamente separados por los contenidos de fondo: los vericuetos de la
interpretación y el impacto de los contenidos.
Nadie
debe engañarse: ni el alma más deseosa de ausencia, ni espíritu más ubicuo,
enfundado en la pluma más talentosa, podrá evitar que las implicaciones sus
trabajos levanten las ronchas correspondientes. Si el periodista de marras no
quiere hacerlo, presumiblemente porque “no le corresponde hacer juicios de
valor”, pues peor para él: otros se tomarán la molestia de hacerlo en su
nombre. Una batería de programas de radio y televisión, un ejército de
analistas y un muy calificado team de funcionarios perjudicados vestirán al
muñeco con todos los calificativos que, hasta entonces, estaba procurando
evadir.
La
opinión pública, el otro gran torrente del universo de la información —ese que
cierto periodismo literario suele soslayar— se encargará de empaquetar,
clasificar y etiquetar el más virtuoso de los ejercicios literarios en los
antipáticos dominios de la política.
Es
una verdad que cobra relevancia muy especial en un país como el nuestro. Hace
unos meses, prevalido de la ventaja natural que le otorgaba ser extranjero, Jon
Lee Anderson, uno de los reporteros más completo del mundo, publicó una muy
comentada crónica sobre la vida que llevaban, apiñados, varios centenares de
personas en la tristemente célebre “Torre de David”, acá en Caracas. Anderson
concretó una nota magistral en la cual describe la vida cotidiana de personas de
índole diversa: vecinos y refugiados; colectivos urbanos simpatizantes del
gobierno y elementos vinculados al mundo del delito. Un caleidoscopio muy
ajustado que le podría servir a cualquiera sobre la verdadera naturaleza del
país que tenemos, nuestros desajustes sociales, e incluso los valores e
intenciones de parte de nuestro estamento gobernante
El
trabajo que terminó apareciendo en el New Yorker fue el resultado de una
paciente secuencia de visitas y conversaciones con venezolanos ubicados en
todos los estratos y posiciones posibles, y de un adecuado lobby para intentar
granjearse la confianza de algunos elementos del alto gobierno y el chavismo
radical. Bastó que saliera a la luz para que un coro de voces indignadas
dolientes del gobierno, que siempre lo trataron con cierta indiferencia, lo
vilipendiaran con todos los epítetos posibles. Anderson, seguramente
acostumbrado a estos lances, salió del brete con bastante solvencia.
El
sistema de códigos que comprende el ejercicio de la información está integrado
por palabras, las cuales portan contenidos con implicaciones que traen consigo
consecuencias. Cuando eso sucede, ingresan al universo de la opinión pública,
y, en consecuencia, a la política. Nadie debe asustarse por esta circunstancia.
Hace
varios años, Plinio Aplueyo Mendoza intentaba explicarse las causas de la
inexplicable lenidad y la actitud deslumbrada con la cual su compatriota y
amigo, Gabriel García Márquez, solía aproximarse a la figura de Fidel Castro.
De acuerdo al periodista colombiano, en lo tocante a su relación con Castro, en
García Márquez no operaba en ningún caso el intelectual ni el periodista, sino
el escritor. El novelista latinoamericano más completo de su época pasaba parte
de su tiempo contemplando con fruición renacentista a aquella figura
encantadora y enigmática, sobre la cual se tejían toda suerte de leyendas, para
quien, al parecer, no existían imposibles. Todo un prodigio carismático, el
hechizo barbado, la concreción de la justicia, la metáfora viva de lo real
maravilloso. La puesta en escena de la paradoja latinoamericana; un personaje
que parecía haber saltado a este mundo desde las páginas de sus novelas.
Nunca
supe si García Márquez llegó a esgrimir, a manera de excusa, aquello de que “no
soy quien para emitir opiniones”. Lo que sí está claro es que se le olvidó
comenzar por el principio: que su amigo Castro hace rato es un impresentable
dictador que proscribe libros en su país, que jamás supo delegar decisiones
elementales en cuestiones de estado, que no le interesa la opinión ajena, sobre
todo si es discrepante, y que tiene a su país metido en un doloroso proceso de
decadencia y agonía.
alonsomoleiro@hotmail.com
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