martes, 9 de julio de 2013

ALONSO MOLEIRO, GOBERNAR SIN OBSTÁCULOS (Y SIN RESULTADOS)


Pasamos lustros enteros quejándonos de los gobiernos que tuvimos en el pasado; haciendo ascos de la calidad de los servicios de nuestro entorno y exclamando, con toda naturalidad, que AD y Copei eran “la misma cosa”.


Aunque ciertamente ambas organizaciones en algún momento llegaron a parecerse bastante, especialmente cuando les tocaba garantizar la impunidad de sus dirigentes y ocultar las máculas del anterior sistema, en lo tocante al funcionamiento institucional ordinario no deja ser esta una afirmación incorrecta.

No siempre fueron AD y Copei “la misma cosa”. Luis Herrera y los dos gobiernos de Caldera, por ejemplo, tuvieron que adelantar parte de sus obligaciones con poderes legislativos colonizados por poderosas bancadas opositoras, que hacían lo posible por colocarle a sus iniciativas condicionantes y trámites administrativos. Diputados amantes del escándalo, fiscales y contralores que andaban por cuenta propia, empeñados en contradecir las versiones oficiales en sus informes, créditos y planes especiales de inversión cuyos contenidos eran escrupulosamente regateados por recordadas comisiones parlamentarias, especialmente las de Contraloría y Finanzas

Si tal cosa no ocurría, podían materializarse casos como el del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez: el dirigente de Rubio no tenía control alguno sobre el entonces Congreso de la República en virtud de que, en muchas ocasiones, era su propio partido el que tenía las reservas de mayor peso al momento de aprobar instrumentos legales que le dieran soporte al plan de gobierno que en 1988 se sometiera a consideración de los venezolanos.

Todas esas administraciones, como también las de Betancourt, Leoni y Lusinchi, con sus taras, que fueron muchas, y sus costosos pasivos, que nos hicieron aterrizar en la Venezuela actual, eran sometidas al veredicto público en un contexto mucho más severo que el que hoy conocemos. Cinco años exactos, muchos de los cuales blancos y verdes escenificaron los más cruentos debates parlamentarios y las acusaciones más delicada, con precios petroleros en algunas ocasiones irrisorios.

Es cierto que los jerarcas de aquellas organizaciones burlaban con harta frecuencia el imperativo institucional que prescribía la importancia de la independencia de los poderes, y que muchas citas y pactos emitidos en cadena nacional para intentar evidenciar lo contrario eran portadores de un protocolo con algo de comedia.

En la mayoría de los casos, sin embargo, parecían tocados, al menos, por el celo de mantener las apariencias. Algunos acuerdos específicos segregaron hombres públicos exigentes y fiscalizadores, que equivocados o no obraban con cabeza propia. Figuras impensables en un momento como este, como Eduardo Roche Lander o Ramón Escovar Salom. Y además, en última instancia, los dirigentes políticos de entonces al menos parecían haber comprendido un filamento esencial de la vida civilizada: la importancia de la libertad de consciencia, la renuencia a hipotecarle el futuro personal y la vida institucional del país a la voluntad de un hombre fuerte; el culto a la negociación, la dialéctica del desacuerdo y el debate democrático. Hábito que hizo posible que los partidos minoritarios de la izquierda tuvieran bancadas parlamentarias, gracias al cociente nacional, e incluso presencia en las directivas parlamentarias.

Un período histórico con tantas especificidades, en el cual los partidos de la Izquierda ejercieron un interesante contrapunto en la vida pública, difícilmente pueda ser interpretado de forma tan superficial. “La misma cosa” son, si nos ponemos a ver, los penosos dirigentes del estamento gobernante actual: el ministro de Finanzas que luego es de Planificación; la presidenta de la Asamblea Nacional que pasó a Procuradora; el rector del CNE que se quitó la careta y termino en la Alcaldía de Caracas; el ministro del Interior, que, de un día para otro, es colocado como gobernador de un estado que apenas conoce. El Fiscal embajador, el embajador canciller. El del Banco Central, enviado a un viceministerio; el viceministro, agregado cultural. El compatriota de más allá, puesto en algún tribunal estratégico para hacer buena la conseja revolucionaria de darle la razón a quien está obligado en todo momento a tenerla. La cultura del enchufado.

Administrando la masa monetaria más amplia de la cual haya disfrutado gobierno venezolano alguno, colonizando sin rubor todos los escalones de la administración pública, las dos administraciones de estos 14 años han gozado de una holgura administrativa asombrosa para intentar hacer lo que se supone que quieren hacer: regalarle a los venezolanos el reino de la máxima felicidad posible.

No nos referimos únicamente a nuestros penosos poderes públicos actuales, sembrados de funcionarios dispuestos a cumplir órdenes y a exceptuar a los privilegiados del rigor de la ley. Hablo también de un parlamento similar a un parque temático, donde el PSUV ha tenido todas las ventajas institucionales posibles para evitar comisiones parlamentarias que investiguen sus desafueros, para silenciar los numerosos casos de corrupción cometidos en sus filas, para devolver créditos adicionales o condicionar con severidad nuevos planes de endeudamiento. Baste sólo agregar esto: ni la tragedia industrial de Amuay, ni los desafueros del hampa, ni el audio de Mario Silva, con sus perturbadoras revelaciones, han ameritado ningún debate en la Asamblea Nacional.

Con esta libertad administrativa para hacer y deshacer a su antojo, los índices de delincuencia triplicaron sus dígitos; los cortes de luz se hicieron la norma en todo el territorio nacional; el parque industrial nacional se ha convertido en chatarra y la corrupción administrativa alcanzó los niveles más altos de la historia contemporánea de este país.

Alonso Moleiro ‏
@amoleiro

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