La
frase "El Estado soy yo", que se atribuye a Luis XIV, señala la
identificación del rey con el Estado en el marco de la monarquía absoluta. De
este modo el Estado pasa a ser una suerte de propiedad, de la que el monarca
puede usar y disfrutar, como si de un bien mostrenco se tratara. Es una
concepción que abomina de cualquier restricción al ejercicio del poder. Una
concepción que pertenece a la cultura del siglo XVII, pero que en la Argentina
algunos pretenden reinstaurar en los albores del siglo XXI.
La
democracia liberal, hija de la Revolución Francesa, es contraria a toda idea
absoluta del poder. El Estado de derecho se concibe como un juego armónico de
tres poderes, donde la división de funciones, encarnada cada una en un soporte
institucional diferente, impide o evita que uno solo ocupe la totalidad del
espacio político. La consecuencia ineludible es el respeto recíproco entre los
tres poderes.
En
la Argentina existe un esfuerzo denodado en arrasar con este delicado
equilibrio institucional invocando como pretexto una supuesta "voluntad
popular". La idea que preside esta concepción absolutista del poder es que
un resultado electoral, que siempre resulta circunstancial y aleatorio, legitima
al presidente de turno para exigir que el resto de las instituciones se pliegue
a sus deseos. Una suerte de concepción heliocéntrica, donde alrededor del sol
presidencial debe girar el resto de los planetas.
Esta
concepción autoritaria es insostenible en la modernidad. No tiene la menor
chance de imponerse y la pretensión de alcanzar un objetivo tan alejado de las
posibilidades reales tiene necesariamente que generar resistencias, conflictos
y está destinado inevitablemente al fracaso. La consecuencia es el enorme
desgaste de tiempo y energías que se emplea en una labor inútil, que impide
atender los asuntos verdaderamente relevantes. Sólo desde la mayor ceguera
política se puede insistir en recorrer ese frustrante camino.
La
idea de que es posible ocupar el Estado como si de una propiedad privada se
tratara, no es nueva en la Argentina. Históricamente lo hicieron los militares
con el pretexto de "salvar a la Patria" de los riesgos de caer en la
desintegración. En el primer peronismo (1946-1955) se hicieron también notables
esfuerzos por ocupar la totalidad del Estado con la justificación de que las
fuerzas políticas opositoras carecían de toda legitimidad porque pertenecían a
la "antipatria". Desde esa concepción parecía normal que los puestos
públicos fueran sólo ocupados por afiliados al partido peronista, un partido
que en su denominación dejaba ver la impronta personalista que lo inspiraba.
Los
esfuerzos por ocupar todo el espacio del poder durante el primer peronismo
dieron lugar a una política de propaganda oficial extenuante. Algunas
provincias adoptaron el nombre de la pareja presidencial y toda la obra pública
y labor asistencial del Estado parecía ser una concesión graciosa de los dos
esposos. La prensa crítica fue cerrada u hostigada, mientras se creaba una
sólida cadena de medios adictos con financiación pública. Se reformó la
Constitución para posibilitar la reelección presidencial indefinida (artículo
78 de la CN de 1949).
Todos
aquellos excesos fueron luego reconocidos como un error por los propios
peronistas y por el general Perón, que en su regreso al país en torno de 1973
hizo un dramático llamado a la unidad de los argentinos. No fue escuchado y,
lamentablemente, una juventud que proclamaba la llegada inminente del
socialismo hizo oídos sordos a su petición. Así se fueron gestando las bases de
desgarradores enfrentamientos internos y desde el Estado se alentó luego la
formación de una organización armada clandestina –la Triple A– para contener
esos ardores juveniles.
Todo
esto forma parte de una historia reciente, que la vivieron muchos de los
actuales dirigentes políticos que hoy se nuclean en el kirchnerismo. De allí
que resulte incomprensible que se reiteren comportamientos y conductas que
llevan inevitablemente a ásperos enfrentamientos que tienen un elevado costo
social, económico, político e inclusive electoral, puesto que este clima de
beligerancia nunca va a ser aceptado por la mayoría de los ciudadanos.
Los
últimos episodios, caracterizados por el uso de un agresivo lenguaje presidencial
dirigido a erosionar el prestigio de los jueces y de la Corte Suprema, a partir
de una decisión que cualquier experto jurídico vaticinaba inevitable, han
llevado los excesos a límites inimaginables. De igual modo, la apropiación de
la historia –ya sea de la Reforma Universitaria o de la epopeya de Belgrano– de
un modo casi caricaturesco sólo puede generar sorpresa y estupor. Son
exabruptos incompatibles con el mínimo equilibrio emocional que se espera de la
figura presidencial.
La
democracia no es un espacio vacío donde sólo impera la "voluntad
popular". La afirmación del senador neuquino Marcelo Fuentes de que
"la Constitución de 1994 murió en el 2001" sólo puede entenderse como
fruto del deseo de defender la idea de un presidencialismo ilimitado. Pero el
voto popular no puede convertir al presidente en una suerte de monarca
absoluto.
Es
indispensable recuperar la cordura institucional y respetar las reglas de juego
que la convencional Cristina Fernández, junto con otros convencionales,
aprobaron en 1994. En vez de perder energías intentando una inalcanzable
reforma constitucional, el oficialismo bien podría dedicar sus esfuerzos a
reconstruir alguna forma de democracia partidaria interna y crear las
condiciones que le permitan elegir en forma genuina un eventual sucesor.
Abandonar cualquier ilusión reeleccionista nos haría bien a todos.
aleardolaria@rionegro.com.ar
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