domingo, 14 de julio de 2013

ALBERTO RODRÍGUEZ BARRERA, LA ESTRECHEZ MISERABLE AHOGA LA LIBERACIÓN


“...si la política es un arte, el cambio debe ser necesario en éste como en cualquier arte. Que ese mejoramiento ha ocurrido lo demuestra el hecho de que las viejas costumbres  son excesivamente simples y bárbaras.” Aristóteles

EN BUSCA DE LA CRÍTICA LEGÍTIMA

Enumerar los remedios para “los males actuales” es formular el programa de cambios que se exige. Para alcanzar tal objetivo la prioridad es eliminar toda posibilidad de dictaduras internas, así como igualdad económica y educativa, libertad ideológica, cultural y moral completas, con el fin de asegurar el bienestar individual dentro de la independencia y el pluralismo en las opciones, cuestiones imprescindibles para que rinda servicios la totalidad de los recursos creadores de la inteligencia humana.

Este programa utópico podría tener todo contra sí, salvo el hecho de que es necesario para nuestra supervivencia; implica un cambio de civilización política. Sin prosperidad económica y tasa de crecimiento continuo, cualquier proyecto de cambio es puro humo, como bien lo ha demostrado el castrocomunismo, con el desconche y escasez que ya vemos en Vene zuela. Competencia e investigación están por encima del pasatismo cultural, y eso quiere decir afirmación de la libertad, repudio de los controles autoritarios, multiplicación de las iniciativas creadoras en todos los dominios, especialmente en los dominios gratuitos: modos de vida y diversidad en la coexistencia de numerosas subculturas complementarias alternativas. La ausencia de este segundo elemento es lo que hace decrecer la capacidad de cambio; la inserción de relaciones autoritarias feudales suprime las transformaciones necesarias.

Cambio político, cambio social, cambio tecnológico, cambio institucional... son necesarios simultáneamente; de lo contrario, nada ocurre, o se repiten las intenciones veleidosas. Y hoy la libertad de información es la cabeza de puente de toda libertad política; la subinformación estupidiza a los propios “revolucionarios” y hace que los equipos de reemplazo sean tan reaccionarios e incompetentes como sus predecesores; porque cuanto más elevado el umbral de absorción de cambios por parte de la legalidad reclamada, más grandes son las posibilidades de cambio.

Inversamente, el castrofascismo autoritario interviene con violencia y ruptura a favor de avances mínimos, clichés e imaginería romántica, reduciéndose a quemar la casa para espantar las polillas, con debilidad, sin fuerza. Se requieren los cambios que perduran, más nobles, utilizando al máximo la legalidad sobreviviente, obligándola a evolucionar.  Los cambios, en definitiva, no son hechos que fabricamos, sino hechos que interrumpimos o que dejamos que se produzcan. La crítica debe ser legítima. Toda crítica de cambio se sitúa en el nivel alto en que está la “civilización” con la que disiente.

La decencia requerida está en ser más civilizado y más democrático, más revolucionarios e innovadores que el castrofascismo grotesco, siempre en busca de chivos expiatorios para sus fracasos. En los movimientos de cambio se desarrolla un punto por encima de las “revoluciones” que convirtieron su derrota en totalitarismo. En Venezuela necesitamos un cambio que aporte algo nuevo, no el mismo desmantelamiento anárquico que juega al terrorismo militarizante sin que en la calle le compren la idea de escuálido valor sociológico. Las violaciones del derecho constitucional -aquí o donde fuese- no sirven de consuelo; sirven para señalar culpabilidades en los Poderes Públicos, para exaltar y rechazar ilegalidades, ilegitimidades e injusticias, rescatar principios y valores de cambio.

En el dominio electoral el activismo ciudadano puede ser tan eficaz como el dominio jurídico; es un objetivo preciso, como paliar inconveniencias de las cuales se queja todo el mundo, y no va en detrimento de las aspiraciones del elector, quien manifiesta su voluntad sin verse prisionero de las alternativas autócratas.  Los derechos del ciudadano están constantemente amenazados por el castrofascismo, desmesuradamente. Hay que defenderlos mejor, de forma más atenta y más poderosa; demostrando que no hay necesidad de sacrificarlos.

Hay que tomar en cuenta que para cualquier cambio futuro vale más confrontar un conjunto de leyes –incluyendo las represivas- que la represión de una dictadura totalitaria. Cuando más elementos se integren para llevar al cambio, más elevado es el nivel, y ello significa que los males a que aporta soluciones son más complejos y más ricos que aquello que reemplaza.

Hacer un cambio no es destruirlo “todo”, sino destruir lo necesario, que no es lo mismo en dos sitios ni en dos momentos. La tesis opuesta es la de Hitler: “Somos bárbaros, y queremos ser bárbaros. Es un timbre de honor. Nosotros rejuveneceremos al mundo. El mundo actual está cerca de su fin. Nuestra única tarea es asaltarlo”. El cambio no es ese tipo de castrofascismo.

Ninguna de las corrientes de la evolución –grupos o temas- hubiesen adquirido fuerza si no hubiesen estado –por uno o más lazos- fundamentados en la unión. Y los deseos de cambio están conectados a una serie de rechazos, prioritarios y diversificados. Porque un problema político que se hace miserable ahoga en su estrechez toda liberación.  

chinorodriguez1710@yahoo.com

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