La campaña para la elección presidencial chilena de finales de año está tomando un rumbo preocupante. Como una forma de enfrentar una serie de dificultades en el lanzamiento de su candidatura, Michelle Bachelet está dando un peligroso giro hacia el chavismo que puede terminar tensionando la sociedad de una manera que no se había experimentado en décadas.
A su regreso al país, a fines de marzo, la candidata socialista apostó por prolongar ese silencio ambiguo que parecía ser la fuente mágica de su popularidad. Y esto era indudablemente cierto. La popularidad de Michelle Bachelet se alimentaba de un silencio que le permitía a quien lo quisiese proyectar en ella sus aspiraciones y deseos. El silencio de Bachelet se llenaba así de otras voces, por más contradictorias que fuesen entre sí.
La estrategia del silencio era parte de un mensaje en que la candidata aparecía como un ser providencial, una especie de mito viviente que bajaba de sus alturas olímpicas conmovido por el clamor de su pueblo. Si algo quedaba claro era que Bachelet estaba apostando por una forma personalista de definir su campaña, con fuertes ribetes populistas en cuanto buscaba una relación directa y plebiscitaria con el pueblo. Así las cosas, trató de colocarse por sobre los partidos, sin siquiera aceptar que personeros políticos destacados participasen en el recibimiento que se le hizo a su regreso.
Pero el encanto del silencio y del mito no podía durar. Se basaba en un error fundamental, en no entender que la cercanía mata la ilusión y que los mitos no aterrizan. Al poco, su silencio la puso a la defensiva frente a los emplazamientos cada vez más comunes sobre su gestión anterior: su imperdonable falta de liderato frente al terremoto y el tsunami del 27 de febrero de 2010, su incapacidad de poner coto a los abusos en la educación superior o en el mundo financiero, la mediocridad de sus logros en el combate contra la pobreza y la desigualdad.
Finalmente estalló el escándalo de los supuestos exonerados políticos, que involucra a Bachelet y al conjunto de la izquierda chilena. Se trata de una malversación masiva no sólo de fondos públicos sino, lo que es peor, de aquel amplio y generoso sentimiento ciudadano de solidaridad con las víctimas de la dictadura que ha imperado en el Chile democrático. Con ello se hundía la retórica de Bachelet contra el abuso (“No más abusos” fue su consigna inicial) y, más en general, la superioridad moral de la izquierda.
Ante este escenario desfavorable, la opción de Bachelet ha sido tomar una deriva chavista que puede costarle caro a Chile. Su gran caballo de batalla ya no es la lucha contra el abuso o por más igualdad, sino un desafío frontal a la institucionalidad vigente concretado en su promesa de una nueva Constitución, aunque para lograrlo deba recurrir a la convocatoria ilegal de un plebiscito que le abra las puertas a una Asamblea Constituyente.
En una entrevista reciente afirmó: “Yo no le cierro la puerta a ninguna opción”, incluida la de salirse de los marcos de la Constitución vigente. Agregó que el camino elegido “va a ser una vía chilena, no va a ser una vía copiando a nadie de ningún otro país”; es decir, será una versión chilena del chavismo, tal como algún día se enarboló la vía chilena al socialismo.
Aún más explícito fue Fernando Atria, uno de los miembros de la comisión por una nueva Constitución creada por Bachelet, al decir: “el problema constitucional chileno es algo que tendrá que resolverse por las buenas o por las malas”.
Son malas noticias para Chile. El populismo de los caudillos mesiánicos que se sienten por sobre la ley es un viejo mal latinoamericano que siempre se ha pagado muy caro. Como recientemente dijo Mario Vargas Llosa comentando “cierto extremismo retórico” de los últimos pronunciamientos de Bachelet: “Desde luego, si Chile retrocede hacia alguna forma de chavismo sería una catástrofe no solo para los chilenos sino para toda América Latina”.
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