sábado, 8 de junio de 2013

MARELIS LORETO AMORETTI, EN TORNO AL GOCE Y AL PLACER DE LEER

«Leer, hoy en día, es una actividad enojosa que sólo compete a misántropos o antropofóbicos, individuos enfermos que, incapacitados para toda vida dentro del sistema social establecido, deben consagrar sus vidas en torno a esos entes inanimados […] pesados, mal encarados, aburridos y llenos de polillas que reposan en las bibliotecas»


Debo confesarme parte inequívoca de este último grupo de individuos, pues, no encuentro nada más placentero que retirarme de todo bullicio durante la tarde (o la mañana o la noche) y reclinarme en cualquier rincón para disponerme a leer. Siento placer, digo, y no puedo menos que usar ese verbo que, según la Real Academia, equivale a disfrute, complacencia, satisfacción, diversión, entretenimiento, incluso goce. Pero al hablar de goce, hemos de revisar nuevamente el DRAE, cuyo resultado parece coincidir con el del placer; a saber, gozar incluye un disfrute agradable -sugiere una sensación de suavidad-, complacencia y alegría, incluso se recrea con el disfrute sexual.
En El placer del texto, Roland Barthes hace una diferencia entre el placer y el goce que se distancia del Diccionario de la Lengua Española, y que hemos de revisar: «Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura y está ligado a una práctica confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje». Como vemos, la RAE y BARTHES coinciden en lo que al placer se refiere, pero en cuanto al goce hay un tinte de sufrimiento en la conceptualización del pensador que no encontramos en el diccionario.
Ahora bien, ¿tiene sentido, siguiendo al teórico francés, hablar de sufrimiento en conjunción con el disfrute? Sin duda alguna. Pensemos por un momento en lo doloroso que resulta escuchar la tercera sinfonía de BEETHOVEN mientras se disfruta cada uno de sus movimientos. O cuando se reúne un grupo de personas a comentar lo dramático de la escena de la novela de las nueve: lloraron, le gritaron a la protagonista (al televisor, en realidad) pero disfrutaron viendo el culebrón y ahora disfrutan comentándolo y lanzando sus propias impresiones al respecto. También ocurre en el caso de una película, digamos alguna de suspenso o terror. Pienso en El exorcista, filme que no tolero porque mi angustia es infinita cada vez que a la niña le da por contorsionarse. Pero más allá de mí, su éxito radica en la capacidad de generar temor en los espectadores, quienes esperan atentos a que algo peor ocurra. Es decir, hay un pleno disfrute en sentir angustia, afirmación ésta que, de aceptarla, le traería inconmensurables beneficios a los psicólogos y psiquiatras del país.
Pero volviendo a BARTHES y al texto del goce, sin duda hay algunos textos (novelas y cuentos, incluso ensayos) que causan angustia o desazón en el lector. Por ejemplo, leer los cuentos y las noveletas de JIMÉNEZ URE -textos que me gustan muchísimo, debo acotar- siempre trae consigo una sensación de perplejidad angustiosa, de esas que lo ponen a pensar a uno sobre la vida propia, y sobre lo atroz que puede llegar a ser la mente humana. Por otro lado pienso en BECKETT. 
La desesperación, consecuencia de leer y leer y darnos cuenta de que no hay concreción por ninguna parte, trae de suyo -además del insomnio- una angustia lacerante, pujante, casi hasta enfermiza, pero no por ello menos disfrutable. Hay un placer morboso en esta clase de lecturas, pero son de las imprescindibles para la vida, al menos, para la de aquellos que morimos por la lectura.
Por otro lado, pienso en aquellos textos que han trastocado mi visión de mundo, agrediendo una supuesta complacencia con la que me iba acostumbrando. Hablo de autores como HOBBES, MAQUIAVELO, NIETZSCHE, SARTRE –en el ámbito filosófico- y, en el caso literario, UNAMUNO, OSSOTT, CAMUS, SÁBATO y fundamentalmente DOSTOIEVSKY. No hay nada que me resulte más doloroso que verme al descubierto por hombres que jamás supieron de mí y, a pesar de ello, me hablan directamente, diciéndome al oído cuan equivocada he estado, o me abofetean para que me detenga y me piense. Leerlos ha traído como consecuencia despechos de semanas enteras; despechos tan reales, tan vívidos, que incluso he dejado de comer. Tal vez porque mi relación con el libro es, al decir de BARTHES, fetichista. «[…] El texto es un objeto fetiche -dice- y ese fetiche me desea. El texto me elige mediante toda una disposición de pantallas visibles, de seleccionadas sutilezas […] En el texto, de una cierta manera, yo deseo al autor: tengo necesidad de su figura […] tanto como él tiene necesidad de la mía […]». Y si yo deseo al texto pero éste me desprecia, me maltrata, me disminuye, no hay posibilidad de placer sino de goce. Es el eterno masoquismo del enamorado que no se ve correspondido, sino atacado, ultrajado, humillado en lo más hondo de su ser.
Sin embargo, el goce que más he padecido aparece luego de un enorme disfrute. Me ocurre, como supongo le ocurre a muchos lectores: leer la última página de un libro y no poder aceptar que terminó. Es como la muerte del amado, ésa que jamás comprenderemos y por la cual nos enlutamos por el resto de nuestras vidas. Esto me ha pasado en varias ocasiones, y aún vivo el goce barthesiano, si se me permite. Hablo de Crimen y Castigo, Memorias del subsuelo, El conde de Montecristo, Árbol de luna, La insoportable levedad del ser, entre otros. Y es que hay algunos libros que no deberían terminarse nunca, sino permanecer en sí mismos, vivir un devenir interno y renovarse sin ninguna modificación.
Menos mal que siempre tendremos la posibilidad de regresar a ese nido de polillas y recoger los restos.
marelis.loreto@gmail.com

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