viernes, 21 de junio de 2013

ANDRÉS HOYOS, CORREA, CASO ECUADOR,

La primera vez que quise escribir sobre Rafael Correa, concluí que no lo entendía bien. Luego me percaté de que lo difícil no es entender a Correa, al fin y al cabo un político hábil como hay otros, sino a Ecuador. Correa, por lo menos al principio, era el síntoma y no la enfermedad.

La Constitución de 2008, llamada de Montecristi por el lugar donde sesionó, es la vigésima que rige en este país tras 200 años de vida independiente, lo que da una cada diez años en promedio. Y no es que en esos diez años las dejen quietas: Correa ya le hizo a la suya al menos una cirugía de gran calado. Según eso, las constituciones en Ecuador sirven exactamente para lo contrario de lo que sugiere el concepto: acentuar la volatilidad política en vez de atenuarla.
El país tuvo entre 1985 y 2005 la friolera de diez presidentes, uno de los cuales, Rosalía Arteaga, duró apenas cuatro días en el puesto. Allá las cortes, el Congreso y las Fuerzas Armadas se saltan la división de poderes sin parpadear, llevándose de calle al presidente de turno por buenas, malas o pésimas razones, junto con las “instituciones” que el defenestrado tuvo a bien instalar.
Correa, que no pertenece a la oligarquía ecuatoriana —su padre estuvo preso en Estados Unidos por haber llevado droga en una situación de penuria y desempleo—, tuvo un ascenso meteórico cuando le renunció al desprestigiado Alfredo Palacio y se lanzó con una plataforma nacionalista y populista, cercana a Chávez, entonces en la cúspide de su prestigio. Es, pues, el producto caprichoso, hábil y arrogante, pero adaptable, de un sistema político que tiende a engendrar monstruos y hacerlos añicos al mismo tiempo. En Ecuador, un político aplomado y sereno dura 15 días en el poder.
Es en este contexto en el que hay que tratar de entender la andanada reciente de Correa contra la prensa. Dado que ya destrozó a los partidos políticos —los llamaba despectivamente la partidocracia—, el afán de polarizar y de crear enemigos en el imaginario popular lo llevó a confrontar a los medios. Así sea proverbialmente inútil, acabar con los mensajeros significa que la ecuatoriana es una sociedad averiada e inmadura que no tiene con qué sostener un régimen legítimo, sólido y resistente a la crítica, sino que debe refugiarse en un remedo autoritario que logre el silencio y la sumisión, tan necesarios a la hora de garantizar la gobernabilidad. Lo otro que sirve, claro, es agitar de tarde en tarde el espectro, real o imaginario, del imperialismo.
Lo malo de estos regímenes caóticos es que con el tiempo los síntomas del principio se vuelven la enfermedad, engendrando por esa vía el círculo vicioso de una “democracia” cuya degradación dura décadas. ¿Estábamos mejor cuando las dictaduras no pretendían ser otra cosa que dictaduras, o ahora, cuando muchas se disfrazan de democracias? No lo sé, los regímenes disfrazados deben, por fuerza, limitar cierto tipo de abusos, aunque también son mucho más difíciles de combatir.
Lo definitivo es que el régimen democrático funciona peor cuando es a medias (y sin zapatos), porque entra con facilidad en espirales destructivas. Si no se cumplen los mínimos —libertad de prensa y expresión, separación efectiva de poderes, alternación y cumplimiento de los períodos institucionales—, tarde o temprano lo que tiene una apariencia imbatible se agrieta. Ecuador es prueba fehaciente de ello, y Correa no promete ser la excepción.
@elmalpensante.com,
@andrewholes /

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