«El populismo ha logrado construir un
imaginario –un nosotros colectivo– susceptible de generar un nuevo sujeto del
cambio –el pueblo– frente al enemigo común constituido por la alianza entre el
político y el banquero. El estereotipo populista seduce, porque siempre
encuentra un enemigo que combatir y siempre tiene una respuesta fácil que
ofrecer al buen pueblo.»
La tentación. La pesadilla. Manifiestan que
la solución a nuestros problemas –«sí, podemos», repiten incansables– está en
los movimientos sociales. Ahí se encuentran –aseguran– «las voces que, a ras de
suelo, proclaman lo que tantas veces habrá que repetir». Prosiguen: «Esas voces
nos llenan de esperanza» y «debemos gritar con ellas, hasta convertir nuestra
rabia en un único clamor». El afán justiciero –la rabia que acusa y señala–
sale a escena: «Como no hay justicia formal, se organiza una justicia social, y
es la ciudadanía la que, sin hacer ningún tipo de acto violento, se organiza
colectivamente para señalar estas personas y que todo el mundo sepa que aquella
persona, que se mueve en aquel barrio, y que va a comer ahí, que trabaja allá,
es responsable de esta serie de cosas». «Un criminal», sentencian sin
posibilidad de defensa.
¿La democracia? Hay que «abrir procesos para acabar con
esta forma de representación rígida, en la que unas pocas decenas de personas
se autoerigen (sic) la representación por haber recibido unos votos y la
participación ciudadana queda excluida hasta pasados cuatro años».
Proponen:
«El Parlamento tendría que abrirse a procesos de reforma estructural de la
participación democrática para reconocer el protagonismo social de muchas
movilizaciones sociales, que conocen los problemas directamente, que están
trabajando las soluciones y por lo tanto no necesitan representantes sino un
espacio de participación y decisión directa». A modo de guinda, una cita
–género: autoestima emancipatoria progresista– de Rosa Luxemburgo: «El que no se
mueve no escucha el ruido de sus cadenas».
Los movimientos sociales como respuesta a los
aprietos y tribulaciones del presente, dicen. ¿Los movimientos sociales? La
demagogia. El populismo descarnado. En eso se han transformado aquellos nuevos
movimientos sociales que surgieron a finales de los 60 del siglo pasado con la
intención de dar respuesta a determinadas cuestiones –la protección de la
biosfera, los problemas del crecimiento, la desigualdad de la mujer, los
excesos del Estado, la carrera armamentista o la energía nuclear– que habían
sido minusvaloradas o postergadas por los partidos políticos tradicionales.
Unos movimientos –ese era su lenguaje– que pretendían «definir un nuevo ideal
emancipatorio» para «cambiar la vida y transformar la sociedad». Unos
movimientos que propiciaron el surgimiento de una nueva conciencia crítica.
Pero, unos movimientos que, ya en aquel entonces, estaban cargados de sombras:
el catastrofismo ecologista que anunciaba el fin del crecimiento y la
desaparición del planeta si no se obedecían sus consignas, el pacifismo
zoológico que predicaba el apocalipsis si no se consideraba la paz como un
valor absoluto o el feminismo iluminado que preconizaba la lucha de clases
entre el hombre y la mujer como instrumento de liberación. Una nueva conciencia
crítica, de acuerdo. Pero, también abundantes dosis de fundamentalismo y
autoritarismo.
Medio siglo después, quienes han tomado el
relevo de aquellos nuevos movimientos sociales –continúa la obsesión: por el
medio ambiente, por la energía nuclear, por la paz, por el igualitarismo, por
la educación no directiva o por la dación en pago de la vivienda con carácter
retroactiva–, además de heredar los peores vicios del abuelo, se han instalado
en el avispero de la antipolítica. Vuelve la demagogia. Persiste –acepten la
redundancia– el populismo pirómano –invención de la verdad, uso y abuso de la
palabra y los sentimientos, fustigación del adversario convertido en enemigo,
movilización permanente, desprecio de la legalidad, cancelación de las
instituciones democráticas– que puede provocar el incendio social. Ahí está –me
remito al inicio de estas líneas– la revelación de la verdad, el unanimismo
ideológico, la violencia verbal, el afán justiciero, la delación, la rabia
contra el adversario, la excomunión y persecución del disidente, la negación de
la representación política democrática en beneficio de una denominada
«democracia real» cuyos adalides no han sido elegidos por nadie. Y todo
revestido de «buenismo», de ese pensamiento flácido que deviene un integrismo
de rostro humano que se obstina en señalarnos el recto camino que seguir –un
auténtico proyecto de ingeniería social deliberada– bajo amenaza de exclusión
política, ideológica, social y moral.
El populismo crece y gana credibilidad. ¿Por
qué? Porque impulsa un discurso –¿qué ocurre? ¿por qué ocurre? ¿quién es el
culpable de lo que ocurre?– que necesita las respuestas –¿qué debemos hacer
para evitar y corregir lo que ocurre?– que él mismo brinda.
Porque, la
izquierda, en su afán de recuperar el crédito perdido, avala dicho discurso. El
resultado: el descrédito de la política, la –literalmente hablando– búsqueda y
captura de unos culpables –el político, la banca, el empresario– que lo son por
decreto, la glorificación del buen pueblo dotado de unas virtudes sin límite
que es expoliado por la casta político-económica que nos desgobierna. Ante la
perversidad del Sistema, el populismo –democracia real, soberanía del pueblo,
referéndum obligatorio para escuchar la verdadera voz del pueblo secuestrada
por los políticos elegidos según los procedimientos de la democracia puramente
formal– se presenta como única alternativa. El populismo ha logrado construir
un imaginario –un nosotros colectivo– susceptible de generar un nuevo sujeto
del cambio –el pueblo– frente al enemigo común constituido por la alianza entre
el político y el banquero. Gracias a esta demagogia, el populismo obtiene
credibilidad. ¿La complejidad de lo real? No cuenta. El discurso fácil que
anula el análisis riguroso gana la partida con –insisto– la anuencia de una
izquierda que juega el papel de comparsa –«tonto útil», se llamaba antes– y va
a salir trasquilada de su apuesta.
Los movimientos sociales y el populismo echan
raíces, porque el estereotipo –característica de la sociedad post en que
vivimos– ha alcanzado la categoría de figura del pensamiento. El estereotipo
populista seduce, porque siempre encuentra un enemigo que combatir y siempre
tiene una respuesta fácil que ofrecer al buen pueblo. Y, también, porque
reafirma el «yo» e incrementa la autoestima de quien cree de haber apostado por
la regeneración social. Pero, el estereotipo populista también deslumbra,
ofusca, embauca y perturba. Propiamente hablando, el populismo es un movimiento
reactivo. Por tres razones: por su naturaleza inquisitorial que otorga
certificados de bondad y maldad a conveniencia; por su carácter prepolítico
semejante al de aquellos revolucionarios del siglo XVIII que tardaron décadas
en descubrir las virtudes de la democracia formal y el parlamentarismo; por la
deriva parapolítica que se vale de la «verdadera democracia» y de «la voluntad
del pueblo» para impulsar una movilización a la carta en prejuicio del sistema
democrático. Con estos mimbres, la política resulta difícil. Por ello –para que
el Sistema recupere la credibilidad perdida y las instituciones sigan
articulando el Estado–, los partidos políticos tradicionales –«Sí, podemos»–
han de coger el toro por los cuernos y actuar en consecuencia. Democracia y
ética pública. La democracia o el sistema de control y contrapesos
–cumplimiento de la ley, libertades fundamentales, división de poderes,
transparencia, crítica pública– que fundamenta el Estado de derecho. La ética
pública que se concreta en el derecho positivo y punitivo. Tan sencillo –tan complicado–
como eso. Solo así lograremos desactivar la tentación populista –la pesadilla
populista– a la que hoy nos inducen los movimientos sociales.
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