Más allá de las formas, para estar en un
Estado de Legalidad y en un Estado de Derecho real y efectivo, se debe
demostrar en los hechos y en las relaciones entre las instituciones y los
ciudadanos, la evidencia del principio de superioridad de la ley en todos los
actos de los poderes públicos, el respeto y la obediencia a la Constitución y,
en especial, en cuanto a aquellos derechos y garantías que son fundamentales.
No basta pues indicar que existen instituciones, si las mismas no cumplen su
cometido, si no responden de manera cabal a los fines superiores del Estado,
que en Venezuela son: "la defensa y el desarrollo de la persona y el
respeto a su dignidad, el ejercicio democrático de la voluntad popular, la
construcción de una sociedad justa y amante de la paz", entre otros
previstos en el artículo 3 de la Constitución.
Desconocer los derechos de los trabajadores
en una sociedad que proclame esos y otros principios similares resulta
inaceptable, y constituye un quebrantamiento del ordenamiento jurídico, además,
a la legitimidad ideológica de un sistema de gobierno que se inspira en
orientaciones humanistas, valores
éticos, políticos y sociales propios de una democracia.
El derecho del trabajo no es un derecho de
formalismos, de meras declaraciones, "de esencias" como expresaría
con acierto el autor Hernández Rueda, es, por el contrario, un derecho de
realidades. Es un derecho que se materializa y se evidencia cotidianamente en
la aplicación efectiva de sus disposiciones, que principia con el
reconocimiento del ser humano como persona y se profundiza en la ejecución de
la labor con contenidos propios de justicia social para desarrollar: "el
trabajo humano".
Si en la realidad el trabajo implica un
desconocimiento o amenaza del derecho a la vida, a la libertad de la persona, a
su dignidad, a su integridad, estaríamos en presencia de una grave violación
que comprometería la responsabilidad del empleador y del Estado, sobre quienes
reposa principalmente las obligaciones de seguridad y de protección del trabajo
y de la persona que lo realiza.
La obligación que consagra el artículo 87 de
la Constitución en cuanto a que el Estado debe asegurar que se proporcione a
los trabajadores: "una existencia digna y decorosa" y que además se:
"garantice el pleno ejercicio de este derecho", no puede
desarrollarse en condiciones que atenten contra los demás derechos que les
corresponden en lo individual, en lo social, en lo político, en lo económico.
Abundan los convenios internacionales y
normas internas aplicables tanto a los trabajadores del Estado como de la
empresa privada, que prevén tales derechos, pero en particular, debe citarse la
disposición establecida en la Constitución de la Organización Internacional del
Trabajo que al establecer sus fines, declara al
trabajador como un sujeto con derecho a su propio bienestar y
desarrollo: "en condiciones de libertad y dignidad".
El derecho del trabajo se soporta en el
derecho a la libertad y en la dignidad humana. El principio de libertad que,
entre otros contenidos, tiene la referida al pensamiento, conciencia, creencia
y opinión y cuyo fin es el: "libre desenvolvimiento de su
personalidad", sin otras limitaciones que las que derivan del derecho de
los demás, del orden público y social, está pautada en el artículo 20 de la
Constitución.
Fundado en ese y otros contenidos, no puede
interpretarse el deber de lealtad de los trabajadores frente al empleador,
desconociendo sus derechos y libertades esenciales, ya que ello contraría la
recta interpretación de las obligaciones laborales individuales y atentaría de
manera significativa contra conciencia social y democrática. Trabajo, dignidad
y libertad son elementos interdependientes y condicionantes en las relaciones jurídicas
laborales. Tal y como lo expresó Hernández Rueda: "el trabajo humano
entraña también el elemento libertad, intrínseco a la dignidad y a la condición
humana del trabajo".
La responsabilidad social y laboral del
Estado y sus representantes, de los empleadores, de los trabajadores y sus
organizaciones, se mide por la vigencia de tales derechos.
El poder no puede ser la fuerza irracional de
unos contra otros que impone sus determinaciones: el poder no puede concebirse
o aplicarse sino como un legítimo instrumento de la justicia y el derecho para
asegurar el bien común.
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