Una
copia devaluada es siempre una mala copia. Y en el caso de Venezuela, la mala
copia puede ser aún más dañina que el original, tal y como la realidad lo está
indicando en la suprema gravedad de la crisis.
La
encargaduría de Nicolás Maduro está probando ser una de las etapas más gravosas
de los más de 14 años del proyecto de dominación en marcha. Ya lo reconoce el
propio Diosdado Cabello al declarar que “Él era el muro de contención de
muchas ideas locas que a veces se nos ocurren a nosotros”... Esto es a los que
ahora fungen como sucesores.
Cierto
que la “operación sucesoral” ha sido concebida y ejecutada de manera eficaz, en
cuanto al continuismo del avasallamiento político, comenzando por la misma
Constitución. Pero también lo es que la descomposición gubernativa se siente
con más fuerza que antes, y sus efectos serán muy difíciles de compensar con la
nueva idolatría de Estado alrededor de la figura del finado ex mandatario.
La
cuestión principal no es tanto que la mega-crisis nacional sea ahora más
profunda y extendida que a finales del 2012, sino que se percibe con mucha más
intensidad porque ya el oficialismo no cuenta con la capacidad comunicacional
del expresidente fallecido. Maduro intenta persuadir pero no convence, y sobre todo no convence
a una parte importante de la base bolivarista.
Y
si ello puede que no sea decisivo de aquí al 14-A, sí lo sería en adelante. La
retórica del sucesor designado es una mezcla de radicalismo ñangara y culto al
predecesor, que deja por fuera a los mil y un problemas que agobian el presente
venezolano. Y al respecto no hace falta agregar que la jerarquía roja no aporta
muchas luces, como tampoco lo hacía en el monólogo de los largos años del siglo
XXI.
Y
no se trata de un juicio apresurado tomando en cuenta que a Maduro le ciñeron
la banda hace menos de 3 semanas. Es que Maduro viene desempeñando el papel
sucesoral desde su designación pública, a comienzos de diciembre del 2012. Y en
todo este tiempo lo que más se ha visto es a un funcionario abrumado por
parecerse al jefe político.
Y
además hay otro atributo ominoso del señor Maduro: su empeño en hacer evidente
su alineación castrista; lo que desde luego caracterizó el discurso y el
proceder de Chávez, pero acaso desde una posición más voluntarista. Se nota
cada vez más que el castrismo de Maduro no es una opción sino una realidad de
vida. Y de vida antigua.
Sería
absurdo suponer que Nicolás Maduro es un incapaz para la política y para los
recovecos del poder. Si fuera así, ni Chávez ni los Castro lo habrían
seleccionado para colocarlo donde está. Pero de allí a reunir las condiciones
para dirigir a la hegemonía imperante, puede haber un trecho insalvable.
Si
el hegemón de la hegemonía, o el original, le hizo tanto daño al país, no hay
que ser muy perspicaz para imaginar el daño que está causando su mala copia. La
copia devaluada.
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