¿Dónde estamos? ¿Quiénes somos? ¿Democracia? ¿Ideas? Hemos llegado al
fondo de nosotros mismos. Hoy, bajo la ubérrima sombra del hombre que manejara
las masas y las emociones, estamos ante el fantasma del demonio.
Aquí estamos, entre el fraude y la voz divina, entre las aliteraciones,
los paradigmas, los engaños y la verdad que quiere ser desgastada, socavada
desde los cimientos más puros de la lógica.
Hay quien está cansado, sí, el que claudicó exiliado de sí mismo, en un país
extranjero, bajo una lluvia salada, sí, sí, sí… Pero es hoy, es ahora. ¿Miedo?
Cómo hablar del miedo a luchar por la verdad cuando has vivido el miedo de las
armas, cuando la guerra más impura te ha tocado vilmente, cuando un pueblo
marchito quiere sacar la cara del fango. No. Miedo no.
Para describir la institucionalidad venezolana y la política oficial, me
siento guiado irremediablemente por una metáfora arborescente: el fruto
pasmado. Es un fruto pasmado en un árbol caduco. (Para los malos entendedores…,
el árbol caduco no es más que el socialismo). Arrancar este fruto infértil,
degenerado, temeroso, tímido, inseguro, henchido, sibarita, obeso, obseso, con
ademanes meditados, con la voz amordazada por la simbología, amordazada la idea
por la barba ideológica, detenido, sencillamente, en el pesado destino con el
que no pueden. Arrancarlo no sólo es perentorio o necesario, sino justo.
Acá no estamos entre facciones políticas, acá estamos condenando lo
condenable. ¡Ay, si todos fuéramos capaces de algo tan sencillo! Los
oficialistas lo saben, los votos manchados por un dedo ajeno lo saben, los
pobres hombres –sin opción-, también lo saben.
Algunos dirán, ¿cómo se puede luchar con ideas contra la ausencia de
ideas? ¿Cómo escribir esto ahora? Yo digo: ¿cómo podemos dejar de luchar, hoy,
siempre, contra lo ilegítimo, lo ilegal, lo falso, lo rastrero, contra la rata
gris escalando la columna maltrecha de la vida? Pero de su vida, no de nuestra
vida, no de la que queremos y soñamos y amamos, no de la vida por la que
daremos la vida, no de la vida que es justa, que es necesaria.
Yo te pienso delante de una luz, patria, sin asirte, mientras la sangre
sigue corriendo como palabras mutiladas. Siento que te escapas, que no existes.
Mueren en las calles, mueren ahora. Y ya no muere sólo el cuerpo, sino la
geografía, las instituciones, las ideas, los designios, muere el cielo sobre
Venezuela, pesado, igual que los siglos de su nombre.
No hay una esquina donde
no haya gritado alguien, donde no se haya perdido alguien, donde no haya muerto
alguien… Por eso la lucha hoy es más importante que nunca. Por eso, más que
importante, el pelear es obligatorio.
¿Y qué sucede ahora? Después de un líder carismático las ideas,
indefectiblemente, se desgastan. La verdad a medias, cuando es manejada por
este, sobrevive. Él pudo manipular la verdad absoluta a su antojo, porque
maniobraba a las masas. Pero los que quedan a su sombra sólo vivirán el
desgaste del proceso, nunca la continuación, debido a que las edificadas ideas
fueron impulsadas por el carisma de aquel líder, es decir, recibidas en la masa
por emociones y no por la razón. El
sucesor del líder siempre está destinado al fracaso o a la locura –dícese
locura, léase aferrarse al poder como sea.
Las virtudes del hueso son estas. ¿Vivimos a la sombra de Bolívar?
¿Viviremos bajo la sombra de Chávez? Sinceramente, ¿elegiremos vivir bajo una
sombra, sombra marchita, sombra de hueso y no de ideas? El hueso quiso ganar
las elecciones desde la muerte, sí, pero más peligrosa es la sombra que vive
escondida entre los que la defienden. Aunque esto, de cualquier manera, no
impedirá que el proceso se desgaste. Las ideas políticas retenidas en un cuerpo
y no en la acción común terminan, lógicamente, como iniciaron, en ese cuerpo.
Un político no es ni un profeta ni un filósofo, tampoco debería ser un héroe.
Un político revolucionario, hoy, es un pseudofilósofo obtuso sentado
sobre la cabeza de mármol de un gran filósofo muerto. Las autoridades de los poderes sin la justa división, los
garantes, todos, son títeres destinados a la hoguera expiatoria de la historia
insustancial. ¡No retrocederemos ante ellos! Pero este no es un tema de
ideologías, sino de justicia. Justicia, simplemente, justicia. La ley es la ley
y sólo a sí misma se abarca y se contiene.
No me den una verdad a medias o limitada, denme el equilibrio objetivo,
la racionalidad de las acciones y no la arritmia de los genitales. Digo que si
decidimos entre medias verdades y no obligamos a estos hombres a ver la
realidad global y unitaria, estamos destinados a escalar el árbol caduco, comer
un fruto que no existe, rastrillando ideas sobre el cementerio de la antigua
política.
Por eso digo no, aunque sea un
hombre que prefiera decirle sí a todo. Digo no dos veces, digo, citando a
Vallejo: “Oh, siempre, nunca dar con el jamás de tanto siempre”. Siempre tanta
injusticia, miedo, falsedad, idiotez, temor, inmenso temor superlativo. Los
oficialistas no están más que aterrados. ¿Qué les pasa? Cómo mantener el poder,
cómo mantener sus aviones, cómo mantener las emociones sin un líder que las
maneje, cómo secundar un fraude que se cae de maduro.
Firmeza absoluta, incontestable. ¿Claudicar? ¡Jamás! ¡Jamás dejaremos de
luchar!
Esta es una encrucijada vital, entre resistir, pelear, condenar lo
condenable, hacer justicia, al fin, un poco de justicia, o vivir bajo la sombra
de unos huesos, huesos sin virtudes que roban elecciones y ganan, sólo,
sufrimiento.
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