Entre nosotros la cultura del esfuerzo la
trajeron los históricos inmigrantes europeos plasmada en su conducta, en sus
principios y en sus frutos, transformando así nuestro país desde el siglo XIX.
Sus valores fueron el esfuerzo, el sacrificio, el ahorro, la austeridad, el
entusiasmo, la esperanza, las ilusiones, y muchos más que en gran medida se
transmitieron a las costumbres de los argentinos en general durante un siglo y
medio. En suma, todos distintas formas del bien y del amor.
No se puede negar que aquella cultura nacía
del hambre, de la vergüenza, del perfecto conocimiento de lo que estaba bien y
lo que estaba mal, y de la fe ciega en esa distinción; por consiguiente, de la
voluntad de millones de personas libradas a las decisiones de su conciencia
moral.
Eran tiempos en los cuales ni el hambre ni el
desempleo se subsidiaban por los gobiernos, y cuando la vida les hacía tomar
conciencia de la humillación que la pobreza conlleva aquellos pobres no se
victimizaban ni se vestían de pobres ni en la religión ni en las ideologías
pues éstas los instaban a luchar contra la pobreza empezando por casa, es
decir, por ellos mismos. Eran pobres y no querían serlo, eran por lo tanto
inmensos en su dignidad. Por eso la pobreza los indignaba y generaba en ellos
sentimientos profundos de rebeldía. Es
sabido que la solidaridad nace del amor, pero también de la rebeldía.
Los inmigrantes dieron el ejemplo a los
nativos. Pero no todos lo tomaron. Peor aún, muchos se abroquelaron en un
resentimiento social sin salida real, que se volvió egocentrista, y que muchas
veces se disfrazó de solidaridad. La historia nos enseñó y nos sigue enseñando
que cuando ésta nace del resentimiento no es solidaridad ni sirve para
construir sino para destruir.
La historia y la política real nos enseñaron
que el resentimiento es una formidable usina de energía fácil de conducir por
los genios inmorales. Por eso, toda vez que lo veamos actuar es mejor que
huyamos de sus promotores, pues esa “solidaridad” sólo conduce al agravamiento
de todos los males.
Hace unos años venían trabajadores
extranjeros de países vecinos a ocupar los puestos vacantes dejados por quienes
prefieren ser mantenidos por las políticas asistencialistas (clientelistas es
lo correcto). Hoy siguen viniendo más trabajadores de esos lugares pero para
integrar nóminas clientelares de políticos y autoridades provinciales y
nacionales y ser mantenidos por ello, pero sin siquiera trabajar.
Hoy la pobreza no genera solidaridad y mucho
menos piedad entre los propios pobres, que terminan matándose entre sí. Ya la
pobreza se ha naturalizado y se ha legitimado como dato concreto de una
realidad tremendamente inmoral. Pero entre nosotros ella existe no porque
constituya una esencia perversa del sistema capitalista, como mienten y
mistifican tantos estúpidos que creen esa tremenda mentira del universo mítico
de las ideas llamadas de izquierda. Es más, entre nosotros existe cada vez
menos capitalismo y en consecuencia más pobreza.
De modo que los pobres de hoy, convertidos en
iconos imprescindibles para los gobiernos para “justificar” el seudo
“socialismo del siglo XXI”, compensan su condena social y política mirándose en
los espejos oficialistas, de donde terminan sintiéndose próceres, combatientes
históricos del presente, en tanto los malvados de la película son para ellos quienes trabajan, ganan, prosperan
y disfrutan de sus esfuerzos… como si alguien les prohibiera a ellos tomar una
pala y agacharse sobre la tierra.
Estas representaciones emocionales son
asumidas y reproducidas con vehemencia por las cada vez más nutridas comparsas
de bufones y “combatientes” de retaguardia. Obviamente, a sus contenidos no los
inventan ellos mismos sino los escribas y amanuenses del poder, vendidos por un
plato de lentejas hasta completar los años requeridos para el retiro, la meta
de todo intelectual mediocre pues -piensan- ¡si tantos Montoneros supérstites
se acomodaron espléndidamente en el gobierno cómo ellos no habrían de hacer lo mismo, con toda
la preparación que tienen! ¡Cómo no van a merecer alguna gratificación
suculenta si gracias a ellos son llevadas
a cabo todas las manipulaciones que necesita el gobierno, tanto por
izquierda como por derecha.
La frase que encabeza esta nota es una clara
convocatoria a trabajar más, a no conformarse con lo obtenido cuando no es
suficiente para nuestras necesidades, a no resignarnos a la mediocridad y por
ende a fortalecer la voluntad como reaseguro para enfrentar las adversidades.
Pero en la práctica no pasa de ser una frase
hecha, un mero enunciado para latinoamericanos, constantemente boicoteada por
aquellos mismos que la instalan y la predican desde los estamentos dirigenciales
de la política, de los sindicatos y de la escuela en las últimas décadas,
increíblemente coincidentes en esta cuestión de no transpirar demasiado.
De hecho, aunque las más altas autoridades
políticas la repitan a intervalos regulares (y por cierto así ha ocurrido en
todos los tiempos y por todos los partidos políticos) en la realidad vivimos la
cultura del menor esfuerzo, o mejor dicho la cultura del facilismo.
Entonces cabe preguntarse cómo se sale de
este estado ominoso. ¿Acaso con decretos del tipo “a partir de mañana somos una
potencia”? Perdón, de pasado mañana… mañana hay que festejar.
Todos saben, aunque a algunos no les
convenga, cómo se sale de esto. No es una cuestión política, ni ideológica por
cierto. Es de otro tipo. Y por obvia no la mencionaré. De paso, por las dudas…
si alguno no entiende… que piense un poco…
Carlos Schulmaister
carlos@schulmaister.com
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