Leo la enciclopédica y apasionante historia
de la corte de Jossif Vissariónovich Dzhugashvili, conocido universalmente como
Stalin, “el hombre de acero”, que Simon Sebag Montefiori tituló, y con razones
detallada y muy profusamente explicadas a lo largo de sus 854 páginas, LA CORTE
DEL ZAR ROJO.
En el tercero de sus escasos y muy breves encuentros con su
madre, Keke, una mujer enfermiza de 75 años que seguía viviendo en Tiflis,
Giorgia y ni siquiera hablaba el ruso, desvela dos claves de esa historia,
posiblemente la más siniestra del siglo XX y una de las más siniestras de la
historia de la humanidad, que bien puede servir de clave explicativa de todos
los totalitarismos comunistas, incluido, por supuesto el castrista.
La primera tiene que ver con el título con
que se reconocía secretamente el propio Stalin a sí mismo: “Iosiv, ¿qué eres
exactamente?” le pregunta Keke ante el reproche de su hijo por las duras
palizas a las que lo sometía en su niñez. “Bueno – le responde su hijo,
entonces el hombre más poderoso de todas las Rusias y junto a Adolf Hitler, su
contraparte, el autócrata más poderoso del planeta – “¿te acuerdas del Zar?
Pues yo soy como un zar”. Se lo dice con su sencillez característica en los
mismos momentos en que desataba la espantosa ola del terror tribunalicio de los
Juicios espectáculos de Moscú con que exterminara decenas de miles de
dirigentes fundacionales del Partido Bolchevique – a la cabeza de los cuales
Zinoviev y Kameniev, junto a Trotsky los más importantes líderes bolcheviques
tras de Lenin – y luego de haber arrastrado a la muerte a millones de Kulaks,
el campesinado próspero y principal factor de la producción de alimentos de la
Rusia zarista, provocando con ello la mayor hambruna de la historia
contemporánea. Sólo superada por la hambruna provocada por otro de los
discípulos de Lenin, Mao Tse Tung en la China comunista.
La segunda clave tiene que ver con la
relación compleja, contradictoria y no pocas veces sinuosa que los déspotas
totalitarios han tenido con sus padres.
Un famoso historiador alemán llamaba la
atención sobre la bastardía que signa a muchos de los grandes personajes de la
historia. Particularmente a los tiranos. Napoleón, el más famoso de ellos y que
inicia la modernidad, encontraría en el siglo XX dos grandes epígonos: Hitler y
Stalin. En el caso de Stalin, hijo de un pobre zapatero giorgiano, Sebag menciona
un hecho extraordinariamente revelador: “Los verdaderos sentimientos de Stalin
hacia su madre eran bastante complejos, debido a la afición que había tenido la
mujer a pegarle y a los supuestos amoríos que mantenía con sus patrones. Quizá
dispongamos de una pista para entender ese posible complejo de santa-puta…”.
Nadie más cercano a nosotros del tirano
bastardo que sufre del “complejo de santa-puta” que Fidel Castro. Hijo natural
de un terrateniente gallego y de la hija de su cocinera, que llegara a descalabrar
la sólida familia que había constituido con una maestra de escuela con la que
tuviera sus primeros hijos, Castro no sería reconocido hasta ser ya un
adolescente, lo que le acarreó graves desventuras como estudiante del colegio
jesuita en el que se educara, en el que sus compañeros le llamaban “el judío”.
Norberto Fuentes, en su espléndida AUTOBIOGRAFÍA DE FIDEL CASTRO, relata muchas
de esas desventuras, de las que la más extraordinaria posiblemente sea el
disgusto que mostró ante las lágrimas de su hermano Raúl durante las exequias
de su madre, Lina Ruz González.
Sea como fuere: secretismo, vida de claustro,
golpes de Estado, conspiración e intrigas, la mentira y el engaño como sistema,
la naturaleza policiaca, inhumana a inescrupulosa del caudillo, la necrofilia
autocrática y el terrorismo. ¿Por qué y de dónde surgen los complejos más
íntimos y secretos que encontraran en Hitler, en Stalin y en Castro, por sólo
mencionar a los que hoy sombrean por Miraflores, la perfecta expresión política
de la maldad?
Como diría Bob Dylan: the answer is blowing in the wind.
sanchezgarciacaracas@gmail.com
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