Buena
parte del poder se construye con un discurso aceptablemente consistente y con
ciertos argumentos sólidos que puedan sostenerse.
Sin
embargo, de tanto en tanto, quienes ejercen la función de conducir una
comunidad, se meten solos en un callejón sin salida. En esas circunstancias,
deben enfrentar el dilema de continuar en ese rumbo con coherencia y pagar
ciertos costos políticos o hacer excepciones a la regla, apelando a la mentira
como atajo para luego seguir su sendero. Cuando esas excepciones se convierten
en rutina y se falta el respeto a la verdad, ya es muy difícil emprender el
camino de regreso.
En
ese esquema, los poderosos están convencidos de que pueden hacer que la
sociedad crea casi cualquier cosa que ellos decidan poner sobre la mesa como
razonamiento. Pero, de tanto usar ese
recurso, se han entusiasmado con el supuesto éxito coyuntural de sus
permanentes intentos. Ellos sienten que no importa lo que digan, de todos modos
la sociedad tiende a creerles.
En
realidad, la mentira sistemática, solo posterga la caída del régimen, la
prolonga por algún tiempo. Lo concreto es que la gente, tarde o temprano,
percibe que esas argumentaciones no se sostienen por sí mismas y que el
mandamás de turno acude siempre al embuste, porque no tiene como mantener esos
castillos en el aire.
Las
falacias, solo aportan, por algún tiempo, una fantasía que no se corresponde
con la realidad, pero al mismo tiempo, muestran el desprecio que sienten los
poderosos por la gente. Ya no solo engañan descaradamente a la sociedad, sin
escrúpulos, sino que además no hacen nada por disimular lo poco que les importa
cada individuo. Solo los utilizan para sus perversos fines y mezquinas
intenciones que pasan por acumular dinero mal habido y concentrar poder para
someter a todos.
A
medida que esa dinámica de engañar, de modo regular, se hace carne y se
incorpora como parte de los hábitos del poder, esa herramienta se desgasta y
entonces los que diseñan argumentos caen en simplificaciones burdas, cuya
credibilidad se hace cada vez menos sustentable. Es que cuando se abusa de un
instrumento, este se debilita, perdiendo eficacia. Y es eso lo que está
pasando.
Cuando
se esgrimen, con tanto desenfado,
argumentaciones tan débiles, simples y fáciles de rebatir, estamos
frente a un innegable síntoma de que el sistema recorre la pendiente de caída.
En
estos tiempos en los que la inflación se torna parte de lo cotidiano, los
gobiernos que emiten moneda irresponsablemente pretenden convencer a todos, de
aquella leyenda por la que este fenómeno es producido por empresarios
especuladores que pertenecen a concentrados grupos económicos, que se
constituyen e formadores de precios, manipulando a su antojo los vaivenes del
mercado.
Este
antiguo mito, no resiste el más mínimo análisis. Los que quieren persuadir de
que la emisión monetaria no tiene nada que ver con el proceso inflacionario no
pueden demostrar, de modo empírico, esa teoría que cae por su propio peso.
Es
que si su afirmación fuera cierta, si efectivamente emitir dinero no tuviera
consecuencia alguna, no existiría entonces razón suficiente para que no se
emitieran infinitas sumas para satisfacer las necesidades de todos.
Al
poder le resulta imposible explicar porque, si los empresarios son los
culpables de la inflación, ellos no emiten alegremente dinero para que la
sociedad goce plenamente de la abundancia de recursos. Es que no tendría mucho
sentido luchar contra la pobreza si fuera tan fácil resolverlo.
Lo
cierto es que emitir SI tiene consecuencias, y nefastas por cierto. No hay que
esforzarse demasiado para visualizarlas porque se padecen a diario.
Pero
es saludable entender que ellos emiten, no porque lo deseen, sino porque no
saben administrar eficientemente recursos. Nada les alcanza, son derrochadores
profesionales y de este modo logran sostener su parodia demagógica y
electoralista y también su andamiaje político. Es que precisan distribuir
recursos que no saben ni pueden generar genuinamente.
Aumentan
impuestos y emiten. Esas parece ser sus alternativas para financiar
indefinidamente la fiesta estatal. El argumento que esgrimen de que la emisión
monetaria y la inflación no tienen relación, no puede sostenerse. Ellos, no
pueden decir otra cosa porque precisan la “maquinita” de emitir, para alimentar
ese festival de distribución de recursos.
Pero,
en ese juego, también necesitan buscar culpables, y creen que la gente
“comprará” con mucha facilidad esa idea y por eso la repiten.
La
verdad es que ya no pueden engañar a nadie con estas paupérrimas afirmaciones.
La gente se empieza a dar cuenta de que el causante de la inflación es el mismo
Estado y que el gobierno tiene la llave para resolverlo. Dejar de emitir es la
solución, pero hacerlo implicaría para ellos quedarse “sin caja”, moderar el
gasto, ser austeros, abandonar la corrupción, el clientelismo y la compulsión
por “regalar” dinero a aquellos que necesitan para que los voten en el próximo
turno electoral. El circuito es simple, evidente y muy difícil de ocultar. Pero
ellos insisten en esto de estafar a la gente y de burlarse de su capacidad de
entender la realidad.
En
algún momento la política deberá comprender que aquella frase que se atribuye a
Abraham Lincoln, daba en la tecla cuando decía algo así como “Puedes engañar a
todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no
puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo”.
Los
que ostentan el poder, saben muy bien lo que está sucediendo, pero en esto de
falsificar la verdad, vienen perdiendo eficacia. Son tiempos en que sus
estrategias solo muestran que son embaucadores endebles.
albertomedinamendez@gmail.com
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